Eduardo Mackenzie
Acabo de leer las 361 páginas de la sentencia firmada por la juez María Cristina Trejos Salazar. Quería saber en qué se basa ella exactamente para condenar a 35 años de prisión, por el delito de “desaparición forzada agravada” de once personas, al general (r) Jesús Armando Arias Cabrales.
He sopesado desde la primera hasta la última palabra de ese texto intrincado y repetitivo. Lo que descubrí es asombroso: en ese documento no aparece, para nada, la prueba material indiscutible de que el general Arias haya cometido ese grave crimen. En otras palabras: esa condena no descansa sobre prueba alguna.
Descansa, como en la condena de junio de 2010 contra el coronel Alfonso Plazas Vega, sobre una serie de inferencias, más o menos inverosímiles, y en unas teorías. No se encuentra, repito, la menor demostración fáctica, material, pericial o testimonial que pruebe que el general Arias haya incurrido en esa conducta durante los hechos del palacio de justicia de Bogotá, asaltado el 6 de noviembre de 1985 por la organización terrorista M-19.
El mensaje que sale de esa lectura es sombrío: algunos quieren acostumbrar a los colombianos a que aceptemos en silencio que los militares sean objeto de condenas penales escalofriantes y de exterminio sin que el ente juzgador civil se vea en la obligación de aportar la prueba suficiente.
No se crea que las 361 páginas obedecen a un abrumador análisis de hechos o de documentos nuevos: no hay nada de eso. El grueso de la sentencia es absorbido por una reescritura disculpadora de la carrera criminal del M-19, por una recopilación de doctrinas de diverso origen (hasta hay una sentencia de Sri Lanka) y por un acopio de cuanto texto existe a favor de la cuestionada teoría del “actor mediato” o del “hombre de atrás”.
Lo bueno de la sentencia es que transcribe parcialmente los argumentos sin falla de la Procuraduría General, la cual pide la absolución del general Arias Cabrales por falta de pruebas, y de la brillante abogada del general, la cual rebate, punto por punto, los argumentos de la instrucción. La juez repudió el testimonio del mentiroso Edgar Villamizar sobre el que descansa la condena del coronel Plazas Vega. Ese rechazo fragiliza aún más el infame fallo de la juez Jara. En vista de su vacío interior, esas 361 páginas se vuelven contra la instancia falladora.
La tesis central de ésta es simple: los once desaparecidos (10 empleados y visitantes de la cafetería más la guerrillera Irma Franco) salieron vivos del palacio, fueron asesinados por las fuerzas militares y sus cuerpos siguen desaparecidos.
El fallo no prueba que ello sea cierto. En mayo de 1986, la excelente investigación del Tribunal Especial de Instrucción constató que los diez perecieron el 6 de noviembre en el cuarto piso del palacio, a donde fueron llevados como rehenes por los terroristas, y que “no hay la menor evidencia sobre la evacuación” de esas personas. El TEI reiteró que “ninguno de los rehenes liberados los mencionó como presentes en el edificio a partir de la toma o como fuera de él, después de la recuperación”. En cuanto a los videos “que con notable minuciosidad se tomaron sobre la salida de liberados”, el TEI dice que allí “no aparece ninguno de los empleados o visitantes vinculados a la cafetería”. La nueva instrucción ignoró lo hallado por el TEI y rechazó los argumentos del ministerio público y de la defensa, pero fue incapaz de aportar nuevos elementos. En cambio, la defensa invocó sobre ese punto capital, varios testimonios de primera mano.
Nadie vio, en realidad, la cara de los diez. Sólo vieron imágenes borrosas de gente que salía. Alguien creyó ver a un pariente, otro dijo no estar seguros de eso. Uno aseguró que un video mostraba la salida de Cristina Guarín, pero la persona que él señala resultó ser María Nelfy Díaz, ascensorista del palacio, quien se reconoció en esas imágenes. La juez no demostró que Díaz mentía: cuatro testigos la respaldan. La juez ocultó un hecho: quien afirmó que Cristina Guarin había salido viva es su hermano, René Guarín, secuestrador confeso del M-19, que, a todas luces, busca manipular ese proceso para vengarse de los militares, pues éstos impidieron que triunfara el golpe de Estado que el M-19 había preparado y que había comenzado a realizar con la sangrienta toma del Palacio de Justicia.
La juez no explicó por qué 27 cuerpos correspondientes a los “desaparecidos” del Palacio de Justicia estaban bajo secreto en la Fiscalía desde el año 2000 sin ser estudiados. De esos cuerpos, tras una prueba reciente de ADN, fue identificado uno: el de Ana Rosa Castiblanco, empleada de la cafetería. Las pruebas hechas a los otros, dice la juez, indican que no hacen parte del lote. Ello permite pensar que esos faltantes están enterrados en otro lugar y que alguien juega con esos despojos calcinados para que la teoría de los “desaparecidos” continúe y con ella los juicios a los militares.
Irma Franco parece haber salido viva del palacio. Ella está desaparecida, pero la juez no pudo probar que el general Arias haya tenido algo que ver, directa o indirectamente, con su aparente desaparición. Otra guerrillera, Clara Helena Enciso Hernández, también fue dada por “desaparecida” en 1985, hasta que reapareció en México en 1987 para contar a dos periodistas una versión amañada del asalto.
En la sentencia no hay, pues, pruebas, pero si hay teorías. Mejor: no hay pruebas, pues las teorías las hacen innecesarias. La teoría de la autoría mediata, en la modalidad alucinante que pretende imponer la juez Trejos, no requiere pruebas. Arias es mostrado como el centro de una conspiración que decidió asesinar y desaparecer en esa batalla a unas personas. Dice que él se valió de terceros (no identificados), pues él “controlaba” un supuesto “aparato de poder”. Para ella definir tal posición jerárquica es probar la responsabilidad. Nada es más absurdo.
¿Y qué responsabilidad le cabe al M-19 por los muertos, heridos, desaparecidos, por los incendios y las destrucciones de ese día? Ninguno. El grupo que creó esa tragedia es ignorado. En un aparte realmente grotesco, que hará gritar de indignación a más de uno, la juez asegura que el M-19 al “ingresar” al palacio no tenía planeado tomar rehenes, ni asesinar a nadie: sólo iba para juzgar al presidente de la República. Agrega que ante eso, los militares han debido cesar su intervención y aceptar el “acercamiento que proponían” los atacantes, es decir, dejar avanzar al M-19. Como no lo hicieron se convirtieron en asesinos de lesa humanidad. Para ella, el M-19 era apenas una “disidencia”, un grupo “rebelde” que comenzó con acciones de “propaganda” y terminó radicalizándose a causa de la terrible maldad de los militares y del gobierno colombiano.
El gobierno de Belisario Betancur es acusado por la juez de no haber tomado “en consideración la vida de los rehenes”. Eso es falso. Trejos dice eso al mismo tiempo que calla un hecho capital: que las fuerzas del orden rescataron a más de 244 rehenes en esas 48 horas terribles y que en esa labor once militares y policías perdieron la vida y otros 31 fueron heridos. En la fantasmagoría de ese fallo, el gobierno de BB es equiparado al régimen nazi de Adolf Hitler, y el general Arias Cabrales es puesto como un equivalente del verdugo nazi Adolf Eichmann. Esas comparaciones absurdas están allí, pues son necesarias: de otra manera la teoría del actor mediato no puede funcionar. Así es como la juez Trejos llegó a la conclusión de lo que Arias Cabrales merecía esa sanción inicua.
Yo creo que la juez Trejos es sincera. Después de leer su sentencia, estimo que ella cree lo que dice, y que obra así pues está convencida de que la razón, el bien y la justicia están de su lado. Eso es lo que más me preocupa. A ese estado de confusión jurídica y moral y de odio fanático por las instituciones democráticas, sobre todo por las fuerzas militares de Colombia, han llegado algunos miembros de la rama judicial.
¿Por qué y en qué momento nació ese fenómeno? ¿Quién lo propicia y alimenta? El gobierno y la sociedad, sobre todo la universidad y la prensa, deberán interrogarse e investigar al respecto. Pues hay que ponerle fin a esa deriva increíble. Si dejamos que ese modelo de anti-justicia se imponga, el país va directo hacia el caos: ante cada ataque terrorista habrá que inmovilizar las fuerzas de defensa, o de lo contrario los mandos serán acusados de violar la ley. Y ante el abuso de un soldado, o el homicidio de un uniformado, o de un funcionario, se abrirá un proceso contra el comandante de las fuerzas armadas, y contra el presidente de la República, pues se podrá decir que ellos dirigían un “aparato organizado de poder”. Y, sin la menor prueba, esos personajes serán enviados a la cárcel sin que puedan, como les ocurrió en primera instancia al general Arias Cabrales y al coronel Plazas Vega, defenderse ni hacer valer los preceptos más básicos del código penal colombiano.
Eduardo Mackenzie es abogado y periodista colombo-francés residente en París desde hace más de una década. Es autor del "Best seller" "FARC: Fracaso de un terrorismo" (Colección actualidad, Debate, 2007, Bogotá) y de "El enigma IB" (Sobre el caso de Ingrid Betancourt) (Random House Mondadori, 2008, Bogotá).
Fuente: Cometariodigital.com
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