Y como todo en la vida, eso se sabía, corría de boca en boca. Y la Iglesia oficial ¿qué hacía?
Muy atareado -e infiero que también nervioso- andaba Judas Iscariote un día como hoy. Ya había concertado el precio de la entrega de Jesús de Nazareth a los “oficialistas” de la época, sin tener que pasar por ningún Fiscal General de la Nación, ni por la los fastidiosos pasadizos de un poder judicial postrado ante César. Era un simple arreglo: la entrega de un subversivo más al duro poder de Roma, y allá ellos.
Al día siguiente, el drama iniciaría su ruta inexorable. Jesús sería pescado en un apacible sitio, el mismo que, a partir de entonces quedaría cargado de significado: el huerto de Getsemaní. Allí unos pocos serían testigos de una angustia tal que haría sudar sangre a quien había aceptado, no sólo ser el mensajero de unas ideas que se reclamaban directamente de Dios, sino de unas que, por fuerza, ofendían a quienes se consideraban no sólo sus “representantes” oficiales, sino sus legítimos intérpretes.
Y en ese momento justo llegó, con la soldadesca “oficialista”, Judas. Era el testigo, el que diría a los aprehensores: “Ese es” y con ello se garantizaría la recompensa pactada. No imaginaba Judas cuántos le seguirían en su lógica infernal, por los siglos de los siglos…
Siglos han pasado desde aquel pesar inmenso. Pero ahora la Iglesia católica no se ve en la fastidiosa tarea de recordarlo año tras año. No, ahora lo está viviendo. Judas, el único “funcionario” entre los doce -después de todo era el “tesorero” del grupo, el que manejaba los reales- no sólo llevó a cabo el papel de traidor a Jesús, sino el de pervertir la esencia del mensaje que Jesús había machacado sistemáticamente desde que se echó a la calle.
Nunca imaginó, es lo más probable, que muchos en el siglo XX le seguirían en la traición a Jesús desde el altar, no fuera y en contra de él. Nunca tampoco el mal que sus descendientes harían a la Iglesia, la misma que se considera la “sponsa Christi”, la depositaria del poder de “atar y desatar” en esta tierra.
¿Estará clara la Iglesia que esta es una crisis que, al igual que la lanza del soldado romano al pie de la cruz el Viernes Santo, se ha clavado en el corazón mismo de Jesús? No lo pareciera, tan atareados están los funcionarios eclesiásticos en desmentidos y batallas judiciales, cuando lo que se requiere es el derramar sangre de arrepentimiento por lo que, desde su “modo de proceder” llevó al signo de Judas.
Examinemos a fondo esta afirmación, porque la envergadura que tiene así lo exige. La Iglesia, en su recto afán por llevar a los niños el mensaje del cual ella es portadora, creó colegios y toda suerte de instituciones de ese tipo: orfanatos, asilos para retardados, sordomudos y cualquier otra que ahora se me escapa. Y pasaron los años y como “no hay nada oculto bajo el sol”, al decir del rey Salomón, se descubre hoy que Judas se enseñoreó en muchos de ellos.
Salió a la luz en regiones de rancio catolicismo lo que hoy avergüenza, no sólo a obispos y cardenales, sino a infinidad de creyentes y sus pastores: fueron (¿y cuántos no seguirían siéndolo?) verdaderas cámaras de tortura para niños indefensos y potrero para la desbordada lujuria de muchos a quienes se encomendó la misión de ser sus buenos pastores.
Fueron un mentís arrogante al mandato expreso de Jesús: “Dejad que los niños vengan a Mí”; pero fueron una bofetada a un terrible alerta del mismo Jesús: “Más le valiere a muchos atarse un molino al cuello, que escandalizar a uno de estos chicos”. Y tenemos que añadir, no sólo “escandalizar”, sino dejarles una marca indeleble para el resto de sus días, y lo más probable, hacerlos absolutamente impermeables al mensaje de salvación que Jesús trajo.
Y como todo en la vida, eso se sabía, corría de boca en boca. Y la Iglesia oficial ¿qué hacía? Voltear para otro lado, por lo que se infiere. En el mejor de los casos, una piedad particular con las víctimas y una defensa, burocrática y fría, de la institución bajo cuyo manto protector aquello continuaba.
Nunca un Mea culpa, un arrepentimiento profundo, una petición desgarradora de perdón; y por eso mismo, el Dios al que dice representar la hará derramar lágrimas de sangre, hasta que se desnude de su arrogancia, de sus hábitos, de su eclesiástica institucionalidad y echando tierra sobre su cuerpo, gima solicitando piedad a su Salvador.
Sólo así, cuando demande una señal de que su clamor ha sido oído, se le dará ¡la señal de Jonás! A condición de que muestre -y prosiga- con “firme propósito de enmienda”, y cambie lo que tenga que cambiar.
antave38@yahoo.com
El Universal
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