La autonomía universitaria ha sido el resultado de grandes sacrificios. Ni siquiera el estatuto de Bolívar para garantizar la marcha de las cátedras sin injerencia de los gobiernos, fue suficiente para evitar que los mandones de turno atentaran contra ella, ayer y hoy. De seguidas veremos un caso escandaloso en este sentido, que tiene como víctima a uno de nuestros intelectuales más destacados: Cecilio Acosta. Algo de ese episodio se debe rescatar, aunque tal vez no todo.
En 1854 el país se encuentra conmovido por una epidemia de cólera, pero también por el recrudecimiento de movimientos subversivos. Cansados de la indolencia del gobierno, y de las palabras baldías a las que se aficiona el primer mandatario sin ofrecer ni siquiera una solución a los problemas dejados por su hermano José Tadeo e incrementados por la sucesión, los conservadores se fusionan con los liberales en un frente común contra la mediocre dictadura. La fusión desemboca en movimientos armados que no llegan a final feliz, pero también en reacciones de los profesores y de un grupo de estudiantes que reclaman desde el claustro el abandono de los proyectos educativos, el recorte del presupuesto y la postración general de la Universidad Central. El aumento de las tensiones hace que el presidente José Gregorio Monagas acuda a una ley promulgada el 7 de mayo de 1849, que prohibía la provisión de las cátedras de la universidad a personas desafectas al gobierno. Resucita la regulación para echar del claustro a Cecilio Acosta, profesor en las materias de Legislación Universal y Economía Política. No existen quejas sobre su desempeño, cumple su trabajo a satisfacción y los alumnos respetan su magisterio, pero el docente no ahorra tinta para criticar al gobierno en los periódicos. No participa en conciliábulos contra la mandonería de turno, ni figura con sus gritos en las aglomeraciones, pero escribe lo que le parece sobre la crisis del país. En consecuencia, el jefe llama a sus acólitos del alma mater para que extirpen la mala semilla. Los convoca a la casa de gobierno para que lo auxilien en la solución de un problemita llamado Cecilio Acosta. Por su reputación de hombre decente y maestro ponderado, pero también por las excelencias de su pluma, tiene muchos lectores en la prensa de la ciudad. ¿No es un problema digno de atención?
Urgente
A las autoridades les parece excesiva la petición, pero el jefe les ordena que la apliquen sin detenerse en explicaciones. ¿No es también una cuestión de patriotismo?, pregunta el mandón al despedirlos y al mandarlos con escolta militar hasta sus habitaciones. Después de una deliberación de urgencia, hecha con sigilo en domicilio particular, la Junta Gubernativa de la Universidad Central de Venezuela se reúne el 16 de agosto de 1854 para complacer a José Gregorio Monagas. Sin señalar argumentos, sin una sola palabra de justificación, porque no la había, en el acta de la sesión la Junta declara vacantes las aludidas cátedras y ordena la fijación de un edicto en los portones de la institución para que se entere la comunidad de la expulsión del Licenciado Acosta, a quien se le niega el derecho de argumentar a su favor ante el rectorado. Acompañado por un par de colegas y por un grupo pequeño de sus discípulos, pues el resto prefiere desentenderse del asunto para evitar las iras del célebre lancero, don Cecilio pide hablar frente a quienes ordenan su expulsión, seguro de la contundencia de sus razones y de la ausencia de argumentos de los sirvientes del primer mandatario, pero se niegan a escucharlo.
Naturaleza intelectual
Entre otras cosas, el maestro expulsado quiere conocer las razones que han conducido a las autoridades a eliminar de los programas las cátedras de Legislación Universal y Economía Política, que se cursaban sin interferencia desde 1836 y contaban con estudiantes suficientes que verían interrumpidos sus cursos y sobre cuya trascendencia difícilmente se podían plantear objeciones. Era un asunto de naturaleza intelectual que se debía dirimir, escribe en un oficio, pero también un perjuicio para los discípulos que tenían el derecho de seguir los pensa sin interrupciones que no dependieran de la probada incompetencia de cada quien. Ni siquiera responden los repetidos papeles que el agraviado les remite, mientras instan a los empleados de la portería para que impidan el acceso de quien, debido a sus órdenes y a los deseos de un general iletrado, en adelante es sólo un extraño en la casa del saber. Pero también en los talleres de la imprenta, debido a que el gobierno presiona para impedir la publicación de sus escritos.
Hoy nadie recuerda el nombre de los obsecuentes y lamentables funcionarios de la Universidad Central que ejecutan la medida de expulsión de Cecilio Acosta. Tampoco tiene nadie memoria de quienes apoyan al maestro en ese momento tan crucial, porque en realidad son muy pocos. En julio de 1881, cuando muere el notable intelectual, la institución envía una representación de tres profesores a sus funerales, pero no asisten por temor a las represalias del Partido Liberal Amarillo y a la antipatía de Guzmán Blanco, quien profesa animadversión a los godos que saben leer y escribir, aunque se encuentren en el camino del cementerio. Dejemos que se revuelvan en el olvido que merecen.
eliaspinoitu@hotmail.com
Fuente: Biendateao
En 1854 el país se encuentra conmovido por una epidemia de cólera, pero también por el recrudecimiento de movimientos subversivos. Cansados de la indolencia del gobierno, y de las palabras baldías a las que se aficiona el primer mandatario sin ofrecer ni siquiera una solución a los problemas dejados por su hermano José Tadeo e incrementados por la sucesión, los conservadores se fusionan con los liberales en un frente común contra la mediocre dictadura. La fusión desemboca en movimientos armados que no llegan a final feliz, pero también en reacciones de los profesores y de un grupo de estudiantes que reclaman desde el claustro el abandono de los proyectos educativos, el recorte del presupuesto y la postración general de la Universidad Central. El aumento de las tensiones hace que el presidente José Gregorio Monagas acuda a una ley promulgada el 7 de mayo de 1849, que prohibía la provisión de las cátedras de la universidad a personas desafectas al gobierno. Resucita la regulación para echar del claustro a Cecilio Acosta, profesor en las materias de Legislación Universal y Economía Política. No existen quejas sobre su desempeño, cumple su trabajo a satisfacción y los alumnos respetan su magisterio, pero el docente no ahorra tinta para criticar al gobierno en los periódicos. No participa en conciliábulos contra la mandonería de turno, ni figura con sus gritos en las aglomeraciones, pero escribe lo que le parece sobre la crisis del país. En consecuencia, el jefe llama a sus acólitos del alma mater para que extirpen la mala semilla. Los convoca a la casa de gobierno para que lo auxilien en la solución de un problemita llamado Cecilio Acosta. Por su reputación de hombre decente y maestro ponderado, pero también por las excelencias de su pluma, tiene muchos lectores en la prensa de la ciudad. ¿No es un problema digno de atención?
Urgente
A las autoridades les parece excesiva la petición, pero el jefe les ordena que la apliquen sin detenerse en explicaciones. ¿No es también una cuestión de patriotismo?, pregunta el mandón al despedirlos y al mandarlos con escolta militar hasta sus habitaciones. Después de una deliberación de urgencia, hecha con sigilo en domicilio particular, la Junta Gubernativa de la Universidad Central de Venezuela se reúne el 16 de agosto de 1854 para complacer a José Gregorio Monagas. Sin señalar argumentos, sin una sola palabra de justificación, porque no la había, en el acta de la sesión la Junta declara vacantes las aludidas cátedras y ordena la fijación de un edicto en los portones de la institución para que se entere la comunidad de la expulsión del Licenciado Acosta, a quien se le niega el derecho de argumentar a su favor ante el rectorado. Acompañado por un par de colegas y por un grupo pequeño de sus discípulos, pues el resto prefiere desentenderse del asunto para evitar las iras del célebre lancero, don Cecilio pide hablar frente a quienes ordenan su expulsión, seguro de la contundencia de sus razones y de la ausencia de argumentos de los sirvientes del primer mandatario, pero se niegan a escucharlo.
Naturaleza intelectual
Entre otras cosas, el maestro expulsado quiere conocer las razones que han conducido a las autoridades a eliminar de los programas las cátedras de Legislación Universal y Economía Política, que se cursaban sin interferencia desde 1836 y contaban con estudiantes suficientes que verían interrumpidos sus cursos y sobre cuya trascendencia difícilmente se podían plantear objeciones. Era un asunto de naturaleza intelectual que se debía dirimir, escribe en un oficio, pero también un perjuicio para los discípulos que tenían el derecho de seguir los pensa sin interrupciones que no dependieran de la probada incompetencia de cada quien. Ni siquiera responden los repetidos papeles que el agraviado les remite, mientras instan a los empleados de la portería para que impidan el acceso de quien, debido a sus órdenes y a los deseos de un general iletrado, en adelante es sólo un extraño en la casa del saber. Pero también en los talleres de la imprenta, debido a que el gobierno presiona para impedir la publicación de sus escritos.
Hoy nadie recuerda el nombre de los obsecuentes y lamentables funcionarios de la Universidad Central que ejecutan la medida de expulsión de Cecilio Acosta. Tampoco tiene nadie memoria de quienes apoyan al maestro en ese momento tan crucial, porque en realidad son muy pocos. En julio de 1881, cuando muere el notable intelectual, la institución envía una representación de tres profesores a sus funerales, pero no asisten por temor a las represalias del Partido Liberal Amarillo y a la antipatía de Guzmán Blanco, quien profesa animadversión a los godos que saben leer y escribir, aunque se encuentren en el camino del cementerio. Dejemos que se revuelvan en el olvido que merecen.
eliaspinoitu@hotmail.com
Fuente: Biendateao
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