El 19 de abril pasado comenzó una nueva etapa en el proceso bolivariano venezolano. La de su más profunda radicalización. De acuerdo con la visión oficial de la historia revolucionaria, con la celebración militar del bicentenario terminó lo que Hugo Chávez venía llamando período de transición, y arrancó otro, el de la construcción real de la sociedad socialista a la manera cubana, que terminará, exactamente, dentro de 20 años.
Sólo entonces, en ese todavía lejano 2030, habremos conquistado por fin nuestra segunda y definitiva independencia. En el marco de esa ambiciosa planificación estratégica diseñada por Chávez y los hermanos Castro, no cabe, por supuesto, la más remota posibilidad de modificar la estructura del poder, ni por la vía irregular de la violencia ni por la electoral. Para ellos, la revolución sencillamente llegó a Venezuela para quedarse. Como en Cuba.
El disparo de salida de ese futuro socialista y totalitario fue la orden presidencial de encerrar a Oswaldo Álvarez Paz en un calabozo del Helicoide.
El mensaje de ese encarcelamiento responde a lo que el viernes pasado, en esta misma página, nos recordaba Manuel Felipe Sierra: “La seguridad del Estado (eso lo dijo Fidel Castro alguna vez) es el máximo poder de una revolución socialista”. Un poder siempre concentrado en las manos del máximo líder, que se ejerce de manera implacable por medio de las fuerzas armadas, de los sistemas de inteligencia y represión policial y del control absoluto del ciudadano. Mecanismos que en Venezuela, desde hace años, controlan decenas de miles de agentes cubanos, cuya extrema gravedad la puso en evidencia la semana pasada el general Antonio Rivero al denunciar la presencia inaceptable de mandos cubanos en instancias doctrinales, estratégicas y tácticas del Ejército venezolano.
El secuestro de Álvarez Paz fue el punto de inflexión de ese paso, de un simple régimen autoritario personal a otro ideologizado hasta la médula y de declarada confesión absolutista. Con Chávez todo, sin Chávez nada. Incluso, si en el camino queda afectada la soberanía nacional. En consecuencia, a partir de ahora no se necesitarán argucias ni pretextos falsamente jurídicos para encarcelar a opositores que se resistan a entrar por el aro acomodaticio de los caramelos envenenados que nos ofrece Chávez desde que montó, con la complicidad de César Gaviria y Jimmy Carter, la tristemente célebre mesa de negociación y acuerdos.
A partir de ahora, la más leve disonancia creada por cualquier conciencia éticamente intransigente en el coro ideal de la complacencia merecerá el brutal castigo de la cárcel política.
El episodio que marca este 19 de abril lo protagonizó Celso Canelones, capitán alzado el 4 de febrero y ahora general de división, al solicitar del Presidente de la República el permiso protocolar para ordenar el comienzo del desfile militar, solicitud que antaño simbolizaba la sumisión constitucional del poder militar al poder civil, y que hoy sólo encarna el perverso imperio del mundo militar sobre el civil. En ese punto crucial del espectáculo, “Patria socialista o muerte”, saludó el general Canelones a Chávez aferrándose al fusil de francotirador que llevaba terciado al pecho, inesperada simplificación del habitual saludo de “Patria, socialismo o muerte”, cuyos ominosos significados actuales parecen haber pasado inadvertidos para la mayoría de los observadores.
Como si confinar a la patria, es decir al concepto esencial de la nacionalidad, en el marco estrecho de una ideología que la mayoría de los ciudadanos rechaza de plano no fuera un acto que atenta contra el sentido exacto del concepto “patria”, principio que por definición no es excluyente sino todo lo contrario, porque nos abarca a todos, pues la Patria, así con mayúscula, no le pertenece a Chávez, a sus seguidores ni al socialismo, sino a todos los venezolanos por igual.
No fue nada casual que inmediatamente después de proferir ese exabrupto, el general Canelones le informara a Chávez que en el desfile participarían “12.000 combatientes socialistas y antiimperialistas”. El signo de los nuevos tiempos.
El colofón del día nos lo brindó Raúl Castro antes de subir al avión que lo llevaría de regreso a La Habana.
Sonriente, declaró que se sentía satisfecho y feliz porque durante su visita a Caracas había comprobado que “cada día que pasa Cuba y Venezuela son más la misma cosa”; a lo que Chávez, con la rapidez vertiginosa del rayo, respondió: “La misma
patria”. O sea, digo yo, la misma patria socialista. Nada más.
Sólo entonces, en ese todavía lejano 2030, habremos conquistado por fin nuestra segunda y definitiva independencia. En el marco de esa ambiciosa planificación estratégica diseñada por Chávez y los hermanos Castro, no cabe, por supuesto, la más remota posibilidad de modificar la estructura del poder, ni por la vía irregular de la violencia ni por la electoral. Para ellos, la revolución sencillamente llegó a Venezuela para quedarse. Como en Cuba.
El disparo de salida de ese futuro socialista y totalitario fue la orden presidencial de encerrar a Oswaldo Álvarez Paz en un calabozo del Helicoide.
El mensaje de ese encarcelamiento responde a lo que el viernes pasado, en esta misma página, nos recordaba Manuel Felipe Sierra: “La seguridad del Estado (eso lo dijo Fidel Castro alguna vez) es el máximo poder de una revolución socialista”. Un poder siempre concentrado en las manos del máximo líder, que se ejerce de manera implacable por medio de las fuerzas armadas, de los sistemas de inteligencia y represión policial y del control absoluto del ciudadano. Mecanismos que en Venezuela, desde hace años, controlan decenas de miles de agentes cubanos, cuya extrema gravedad la puso en evidencia la semana pasada el general Antonio Rivero al denunciar la presencia inaceptable de mandos cubanos en instancias doctrinales, estratégicas y tácticas del Ejército venezolano.
El secuestro de Álvarez Paz fue el punto de inflexión de ese paso, de un simple régimen autoritario personal a otro ideologizado hasta la médula y de declarada confesión absolutista. Con Chávez todo, sin Chávez nada. Incluso, si en el camino queda afectada la soberanía nacional. En consecuencia, a partir de ahora no se necesitarán argucias ni pretextos falsamente jurídicos para encarcelar a opositores que se resistan a entrar por el aro acomodaticio de los caramelos envenenados que nos ofrece Chávez desde que montó, con la complicidad de César Gaviria y Jimmy Carter, la tristemente célebre mesa de negociación y acuerdos.
A partir de ahora, la más leve disonancia creada por cualquier conciencia éticamente intransigente en el coro ideal de la complacencia merecerá el brutal castigo de la cárcel política.
El episodio que marca este 19 de abril lo protagonizó Celso Canelones, capitán alzado el 4 de febrero y ahora general de división, al solicitar del Presidente de la República el permiso protocolar para ordenar el comienzo del desfile militar, solicitud que antaño simbolizaba la sumisión constitucional del poder militar al poder civil, y que hoy sólo encarna el perverso imperio del mundo militar sobre el civil. En ese punto crucial del espectáculo, “Patria socialista o muerte”, saludó el general Canelones a Chávez aferrándose al fusil de francotirador que llevaba terciado al pecho, inesperada simplificación del habitual saludo de “Patria, socialismo o muerte”, cuyos ominosos significados actuales parecen haber pasado inadvertidos para la mayoría de los observadores.
Como si confinar a la patria, es decir al concepto esencial de la nacionalidad, en el marco estrecho de una ideología que la mayoría de los ciudadanos rechaza de plano no fuera un acto que atenta contra el sentido exacto del concepto “patria”, principio que por definición no es excluyente sino todo lo contrario, porque nos abarca a todos, pues la Patria, así con mayúscula, no le pertenece a Chávez, a sus seguidores ni al socialismo, sino a todos los venezolanos por igual.
No fue nada casual que inmediatamente después de proferir ese exabrupto, el general Canelones le informara a Chávez que en el desfile participarían “12.000 combatientes socialistas y antiimperialistas”. El signo de los nuevos tiempos.
El colofón del día nos lo brindó Raúl Castro antes de subir al avión que lo llevaría de regreso a La Habana.
Sonriente, declaró que se sentía satisfecho y feliz porque durante su visita a Caracas había comprobado que “cada día que pasa Cuba y Venezuela son más la misma cosa”; a lo que Chávez, con la rapidez vertiginosa del rayo, respondió: “La misma
patria”. O sea, digo yo, la misma patria socialista. Nada más.
http://www.noticierodigital.com/2010/04/patria-socialista/
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