Malos augurios
A las 9:15 am supe que había sido cancelado el viaje a Costa Rica, a donde había sido invitado para acompañar al Presidente. Unos minutos más tarde llamé a José Vicente Rangel y le pregunté acerca de los planes para impedir la marcha que iba rumbo a Miraflores. A través del celular, me dijo: “Es una locura de parte de esta gente llevar la marcha hasta Miraflores... hemos activado el plan Ávila”.
A media mañana había terminado de escribir mi columna. Desde lo alto de la torre donde estábamos se divisaba el torrente de gente que se encaminaba hacia la avenida Bolívar. De inmediato convencí a José López de que no enviara mi página a la imprenta y llamé a Carlos Croes pidiéndole un poco más de tiempo para escribir un nuevo texto. Algo me decía que la gravedad de los acontecimientos que estaban en pleno desarrollo me obligaba a escribir una reflexión en medio de aquel tumulto. Tenía la corazonada de que Chávez podía llegar a renunciar. El momento era dramático. Por ello entendí que había llegado la hora de ir contra la corriente. Lo peor de todo es que apenas disponía de una hora para elaborar una página distinta, que sirviera de llamado de atención sobre todo a Hugo Chávez. Así fui escribiendo las líneas de una carta que ustedes encontrarán reimpresa con esta edición, en la página XX. Les pido se sirvan leerla con detenimiento porque en ella encontrarán razones aún vigentes acerca del desarrollo histórico de esta última década.
Plomo en Puente Llaguno
Bien, concluida la carta, aproximadamente a las 2:45 pm, me fui con Héctor Pantoja hasta Puente Llaguno. Para llegar al sitio tuvimos que sortear varios escollos y terminamos entrándole por el norte de Altagracia. Puedo dar fe de que detrás del BCV vimos a una docena de hombres conduciendo motocicletas de alta cilindrada. Le comenté a Héctor que daban la apariencia de ser extranjeros. Cuando llegamos cerca de Puente Llaguno había comenzado la balacera. Todos buscamos donde guarecernos. Unos corrían de un lado a otro. Tan pronto concluyó el tiroteo se inició el traslado de heridos hasta la puerta principal del Palacio Blanco. Nosotros caminamos hacia Miraflores, donde por los lados del edificio administrativo, exactamente en el esquina de Camino Nuevo un nutrido grupo de afectos al Gobierno enfrentaban con la GN de por medio a una avanzada de la marcha opositora. Mientras, en la azotea del Palacio, gran cantidad de altos funcionarios del Gobierno asistían como espectadores, como si se tratase de un encendido partido de pelota. Supe de la muerte de Jorge Tortoza, a quien el destino supo jugarle una mala pasada; el fotógrafo del 2001 había salvado la vida milagrosamente hace 10 años atrás, el 27 de noviembre de 1992. En ese entonces estuvimos muy cerca del sitio donde ahora cayó mortalmente herido. Allí mismo estuvimos a punto de perder la vida cuando socorríamos a un guardia nacional que había sido atravesado por un disparo de fusil; al vernos dos de sus compañeros amenazaron con matarnos si no conducíamos al herido a un hospital en nuestro vehículo, un rústico piloteado por el propio Jorge. Quisimos hacerlo, pero lo impidió una nueva lluvia de balas. Cuando lo reintentamos ya era demasiado tarde porque el soldado no presentaba signos vitales. Hubo otro momento de tensión cuando un compañero (Johan González, también de 2001) quiso tomarle una gráfica al cadáver. Unos de los guardias, apuntándonos nerviosamente con su ametralladora, nos conminó a retirarnos. 10 años después muere Tortoza en circunstancias similares a la que estuvieron a punto de arrancarle la vida aquella tarde del 27 de noviembre de 1992.
Territorio apache
Cuando llegó la noche de ese jueves me fui a Radio Venezuela y en mi programa informé sin tapujos acerca del golpe de Estado en marcha. Esa fue una razón suficiente para que una turba nos aguardara a la salida de la torre KLM. Estábamos en territorio apache. Unos minutos antes pude ver a Henry Vivas al mando de unos metropolitanos, dirigiéndose probablemente hacia Chuao. Me dije para mis adentros: cuando todo esto termine Vivas es candidato a pagar los platos rotos. Premonitorio. Ya bien entrada la noche, a escondidas pude salir de la emisora. En el camino a mi casa las llamadas se sucedían una tras otra. Unos indagaban angustiados por la suerte de Chávez, pero la mayoría convencida de no regresar al pasado. A la medianoche me llamó Gisela, la secretaria de Croes, preguntándome qué pasaba. Le dije: lo tumbaron, pero no todo está perdido porque existe una carta bajo la manga del chaleco. Fue algo que se me ocurrió para darle ánimo a mucha gente.
El miedo es libre
Al llegar el nuevo día recibí una llamada de la BBC de Londres e igual sostuve la tesis del golpe de Estado. Me fui a mi oficina y traté de convencer a Héctor de que todo apenas comenzaba. Él no era optimista porque tenía la vivencia de la represión que siguió al golpe contra Allende. Héctor se marchó a su casa y yo llamé a J.R. Quiñones (hermano de Tobías Carrero) pidiéndole que me acompañara a almorzar. Nos fuimos a La Estancia. Allí en la barra, desganados, apuramos sendos güisquis. La televisión transmitía los asaltos a los sitios donde se encontraban el diputado Tarek William y el ministro Rodríguez Chacín. Nos llegaron las imágenes del asalto a la embajada cubana. Se me acercó Carlos Ortega y le pregunté, ¿es eso lo que ustedes quieren? Ortega me respondió: “No, que va, AD no apoya esa vaina”. Pero ustedes son responsables de lo que pase, le respondí. El sindicalista se hizo el desentendido y se fue al comedor donde lo esperaba Rafael Poleo y Nitu Pérez Osuna. Tan pronto se percataron de mi presencia, un grupo de gerentes de Pdvsa, entre otros su consultor jurídico, comenzaron a hostigarme. Dejando toda medida de seguridad de lado, les dije que le echaran pichón, que yo los esperaba. El agua estuvo por derramarse del vaso a no ser por la intervención de Ángel Rangel, un antiguo compañero de curso en el liceo Fermín Toro. En realidad, mi pulso frío me indicaba que yo debería estar blanco como un papel, pero el miedo es libre y muchas veces nos impulsa y nos hace ser temerarios. Ese mediodía yo estuve dispuesto a jugármela. Estaba decidido a no permitir que se me atropellara. No sería la primera ni la última que me tocaba embraguetarme ante un guapetón de esos que abundan cuando están acompañados. Lo demás es historia.
Las sombras maléficas de Gabriel Cardona
Ahora, evocando los acontecimientos del 11 de abril de 2002, tenemos que los presos por lo ocurrido no pasan de ser los chivos expiatorios de una tragedia de la cual los peces gordos salieron ilesos. Yo me inclino por el perdón en el más puro sentido cristiano. Una amnistía para los presos no sería descabellada, todo lo contrario. El 11A es ya historia, pero quienes lo alentaron fueron absueltos e inclusive ahora son señores que se tutean con el poder como si no hubieran quebrado un plato, mientras una “justicia” irrestricta sentencia a los más débiles a largas condenas. Con esas decisiones se pretendió desasir el daño moral provocado a los familiares de las víctimas. En el verdadero sentido podríamos afirmar que se trató de una farsa; condenando a quienes aparecen sin poder alguno que los defienda, se estaba a la vez relevando de toda responsabilidad a los llamados “Amos del Valle”. Decía el historiador español Gabriel Cardona que la peor herencia de cualquier guerra es el odio porque deja aleteando sus sombras maléficas. Yo creo que es así. Al estudiar la historia, Cardona llegó a plantear si al tratar de explicarse los episodios históricos se está aclarando el pasado o resucitando sus odios. ¿No creen ustedes que es un error resucitar ese disparate que fue el 11A? Entonces, parafraseando al periodista Paúl Preston: ¿Por qué perpetuar la división entre vencedores y vencidos? O hacemos justicia con todos o botamos tierrita y no jugamos más; vale decir: pasamos la página.
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