Aquí, la frase del Ché Guevara se aplica "de a p'atrás"
Cuando uno se encuentra en todas partes, en vallas y en cuñas de radio y TV la frase "Cuando lo extraordinario se hace cotidiano, es la Revolución", dos cosas se le hacen evidentes: una, lo poco imaginativos que son quienes la repiten a troche y moche, incapaces ni de inventar un slogan y tienen que quitárselo prestado a los cubanos. Dos, que quienes lo usan pretenden que estamos viviendo a diario momentos extraordinarios y por lo tanto, en una Revolución de esas que suelen escribirse con mayúscula.
En vez de hacer un estudio comparativo entre una de las revoluciones clásicas y lo que hoy se vive en Venezuela, preferimos detenernos en algo que siempre nos ha resultado sorprendente en algunos revolucionarios: cambiarse de nombre y preferirlo al suyo, como Bolívar con su título de Libertador.
De Tito a Dido
Eso puede ser decisión propia, o impuesta por amigos, aunque también por enemigos o adversarios como insulto que a veces suele ser asumido con orgullo por el insultado, como sucedió con los "adecos" (adecomunistas). Aquí queremos traer el ejemplo de dos incuestionables revolucionarios, y compararlo con este "revolucionario" entrecomillado que estamos padeciendo desde 1999; se trata de Iosif Tito Broz y de Ernesto Ché Guevara, a quienes, aparte de simpatías o antipatías nadie les niega su condición de revolucionarios ganada a tiro limpio.
Vayamos primero con el yugoslavo. Lo de Tito es una palabra que, al parecer, no quiere decir nada, y lo adoptó en sus años de clandestinidad por lo fácil de memorizar por sus camaradas. En el caso del venezolano, lo de Dido tampoco significa nada, pero fue algo que la gente le puso por razones fonéticas después de que Laureano lo llamó "Esteban" por darle nuevo nombre después de que incumplió su promesa de acabar con los niños de la calle ("o me quito el nombre").
El apellido es Zeabarón
Pero no hay nombre sin apellido. Tal vez recordando a Tito, pero sobre todo conocedor de la historia del personaje, el presidente Uribe le obsequió uno de resonancias mitteleuropeas que en verdad era lo mismo que le espetaban sus secuaces del 4 de febrero al verlo en el Museo Militar sacar bandera blanca apenas oyó, bien lejos, el primer tiro: ¡Zeabarón! El hasta hoy voluntariamente desnombrado tiene ya, pues, nombre completo: Esteban Dido Zeabarón.
El otro caso es el de Ernesto Guevara. Argentino de nación, lo de Ché se le pegó apenas salió de su patria, y llegó a preferirlo a su nombre propio. Él fue el autor de la fulana frase cuya vigencia examinaremos a la luz de lo ocurrido en los últimos once años.
Un académico europeo que alguien (el gobierno o un particular) invitó a conocer nuestro país, resumió su experiencia diciendo que este es el país de la eterna sorpresa. Al levantarse cuando todavía se está a oscuras, uno se asombra de que no le hayan cortado la luz.
¡Imagínese Ud.!
Va al baño para sus primeras abluciones y ¡oh sorpresa!, también hay agua, no se la han cortado. En la mesa del desayuno la dueña de la casa no sale de su asombro pues fue a la panadería e imagínese usted lo que encontró: pan, huevos, leche, mantequilla y, Uds. no lo creerán jamás, ¡azúcar!
Antes de salir a la calle, enciende el televisor para escuchar las noticias y la primera de ellas es que la estación que prefiere no ha sido cerrada por Conatel, cuyo director, al igual que su jefe supremo, no amaneció de malas pulgas y se abstiene de calificar a los periodistas independientes de oligarcas, pitiyanquis y magnicidas.
Su anfitrión, de paso para su trabajo, lo acerca al metro, haciéndose lenguas porque, increíble, no le han robado el carro, ni ningún fiscal ha intentado "matraquearlo". Al entrar al metro, ningún carterista intenta sacarle la cartera, ningún mendigo le muestra sus llagas, en los vagones hay aire acondicionado y se escucha una alegre pieza de Vivaldi. La gente no protesta, no hay de qué.
Buscando alargar el tiempo
Se baja en la estación Capitolio y se dirige al Ministerio de Relaciones Exteriores buscando alargar el tiempo de su estadía en Venezuela, pues el país empieza a gustarle. En la Cancillería lo atienden sonrientes funcionarios que no le piden carnet del partido socialista unido de su país, ni ofrecen resolverle el problema mediando una abultada comisión; y se le despacha rápido y con una sonrisa en los labios, habiendo satisfecho su demanda.
Como es católico, aprovecha el tiempo ganado por la eficacia de los funcionarios para ir a santiguarse en la Catedral y no consigue en esa esquina nadie que vocifere emboinado de rojo y que lo insulte por vestir de paltó y corbata como un oligarca y por entrar en esa casa de diablos ensotanados.
Come en restaurantes donde nadie lo atraca; y al regresar a casa en la noche, se asombran sus anfitriones de que esté vivo todavía después de andar todo un día por Caracas.
En su país, ninguna de esas cosas es extraordinaria, sino la rutina de todos los días; pero aquí vivimos en revolución. Sólo que, al revés de lo que decía el Ché, lo cotidiano se hace extraordinario.
Cuando uno se encuentra en todas partes, en vallas y en cuñas de radio y TV la frase "Cuando lo extraordinario se hace cotidiano, es la Revolución", dos cosas se le hacen evidentes: una, lo poco imaginativos que son quienes la repiten a troche y moche, incapaces ni de inventar un slogan y tienen que quitárselo prestado a los cubanos. Dos, que quienes lo usan pretenden que estamos viviendo a diario momentos extraordinarios y por lo tanto, en una Revolución de esas que suelen escribirse con mayúscula.
En vez de hacer un estudio comparativo entre una de las revoluciones clásicas y lo que hoy se vive en Venezuela, preferimos detenernos en algo que siempre nos ha resultado sorprendente en algunos revolucionarios: cambiarse de nombre y preferirlo al suyo, como Bolívar con su título de Libertador.
De Tito a Dido
Eso puede ser decisión propia, o impuesta por amigos, aunque también por enemigos o adversarios como insulto que a veces suele ser asumido con orgullo por el insultado, como sucedió con los "adecos" (adecomunistas). Aquí queremos traer el ejemplo de dos incuestionables revolucionarios, y compararlo con este "revolucionario" entrecomillado que estamos padeciendo desde 1999; se trata de Iosif Tito Broz y de Ernesto Ché Guevara, a quienes, aparte de simpatías o antipatías nadie les niega su condición de revolucionarios ganada a tiro limpio.
Vayamos primero con el yugoslavo. Lo de Tito es una palabra que, al parecer, no quiere decir nada, y lo adoptó en sus años de clandestinidad por lo fácil de memorizar por sus camaradas. En el caso del venezolano, lo de Dido tampoco significa nada, pero fue algo que la gente le puso por razones fonéticas después de que Laureano lo llamó "Esteban" por darle nuevo nombre después de que incumplió su promesa de acabar con los niños de la calle ("o me quito el nombre").
El apellido es Zeabarón
Pero no hay nombre sin apellido. Tal vez recordando a Tito, pero sobre todo conocedor de la historia del personaje, el presidente Uribe le obsequió uno de resonancias mitteleuropeas que en verdad era lo mismo que le espetaban sus secuaces del 4 de febrero al verlo en el Museo Militar sacar bandera blanca apenas oyó, bien lejos, el primer tiro: ¡Zeabarón! El hasta hoy voluntariamente desnombrado tiene ya, pues, nombre completo: Esteban Dido Zeabarón.
El otro caso es el de Ernesto Guevara. Argentino de nación, lo de Ché se le pegó apenas salió de su patria, y llegó a preferirlo a su nombre propio. Él fue el autor de la fulana frase cuya vigencia examinaremos a la luz de lo ocurrido en los últimos once años.
Un académico europeo que alguien (el gobierno o un particular) invitó a conocer nuestro país, resumió su experiencia diciendo que este es el país de la eterna sorpresa. Al levantarse cuando todavía se está a oscuras, uno se asombra de que no le hayan cortado la luz.
¡Imagínese Ud.!
Va al baño para sus primeras abluciones y ¡oh sorpresa!, también hay agua, no se la han cortado. En la mesa del desayuno la dueña de la casa no sale de su asombro pues fue a la panadería e imagínese usted lo que encontró: pan, huevos, leche, mantequilla y, Uds. no lo creerán jamás, ¡azúcar!
Antes de salir a la calle, enciende el televisor para escuchar las noticias y la primera de ellas es que la estación que prefiere no ha sido cerrada por Conatel, cuyo director, al igual que su jefe supremo, no amaneció de malas pulgas y se abstiene de calificar a los periodistas independientes de oligarcas, pitiyanquis y magnicidas.
Su anfitrión, de paso para su trabajo, lo acerca al metro, haciéndose lenguas porque, increíble, no le han robado el carro, ni ningún fiscal ha intentado "matraquearlo". Al entrar al metro, ningún carterista intenta sacarle la cartera, ningún mendigo le muestra sus llagas, en los vagones hay aire acondicionado y se escucha una alegre pieza de Vivaldi. La gente no protesta, no hay de qué.
Buscando alargar el tiempo
Se baja en la estación Capitolio y se dirige al Ministerio de Relaciones Exteriores buscando alargar el tiempo de su estadía en Venezuela, pues el país empieza a gustarle. En la Cancillería lo atienden sonrientes funcionarios que no le piden carnet del partido socialista unido de su país, ni ofrecen resolverle el problema mediando una abultada comisión; y se le despacha rápido y con una sonrisa en los labios, habiendo satisfecho su demanda.
Como es católico, aprovecha el tiempo ganado por la eficacia de los funcionarios para ir a santiguarse en la Catedral y no consigue en esa esquina nadie que vocifere emboinado de rojo y que lo insulte por vestir de paltó y corbata como un oligarca y por entrar en esa casa de diablos ensotanados.
Come en restaurantes donde nadie lo atraca; y al regresar a casa en la noche, se asombran sus anfitriones de que esté vivo todavía después de andar todo un día por Caracas.
En su país, ninguna de esas cosas es extraordinaria, sino la rutina de todos los días; pero aquí vivimos en revolución. Sólo que, al revés de lo que decía el Ché, lo cotidiano se hace extraordinario.
hemeze@cantv.net
http://opinion.eluniversal.com/2010/03/07/opi_art_cuando-lo-cotidiano_1782372.shtml
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