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domingo, 6 de junio de 2010

Simón Alberto Consalvi EL Nacional / ND Cuando estuvimos a punto de ser franceses

Junio 6, 2010

El Ilustre Americano Antonio Guzmán Blanco fue reelegido presidente de Venezuela en 1879. Antes de su toma de posesión en 1880, el general volvió a París con la excusa de buscar a la familia.

Para él no había nada mejor que Francia, la civilización, la aristocracia, la vanidad de ser el amo de un país, el teatro, los vinos, la distancia de la barbarie, cualquier excusa para visitarla era buena.

Fue entonces cuando Guzmán imaginó un plan económico y cultural que nos habría hecho franceses para siempre. Iban a ser tan profundos, diversos, permanentes, irreversibles, los lazos atados con Francia que es de suponer que de haberse consolidado, al poco tiempo todos habrían estado hablando francés y se habrían suplantado los antiguos vínculos españoles.

Guzmán instruyó al ministro plenipotenciario en Londres, José María de Rojas, para que suscribiera un protocolo con el inversionista y banquero francés Eugenio Rodríguez Pereire. El trato (o contrato) habría convertido a Venezuela en una prolongación de Francia y de los intereses franceses, para no usar la fea palabra de colonia.

El general envió el proyecto a Caracas con el francés Th. Delort, antes de su regreso, como para que todo estuviera adelantado a su llegada y el país le agradeciera tan iluminado proyecto. El protocolo fue publicado el 27 de septiembre de 1879. Pocos escándalos se habían armado en la política venezolana como el suscitado por el Protocolo RojasPereire. Para desencanto y alarma del Ilustre Americano, quien llevó la batuta de los opositores fue su propio padre, Antonio Leocadio Guzmán.

El prócer liberal no contuvo su indignación. El protocolo tuvo pocos partidarios, uno de ellos Francisco González Guinán, quien acogió su texto en la Historia contemporánea de Venezuela.

Según este historiador, el Protocolo Rojas-Pereire no era otra cosa que una nómina de los elementos explotables en Venezuela que pudiesen servir de base a futuras negociaciones, pero que “los maliciosos adversarios hacían verlo como una versión contemporánea de la Compañía Guipuzcoana”, lo cual se aproximaba más a la verdad que la versión del ingenuo “catálogo”.

El espíritu colonialista de los 16 enunciados del protocolo desató la tempestad. Todos, incluido el presidente provisional Diego Bautista Urbaneja, pensaron que era la venta o la entrega de Venezuela a un conquistador llamado Eugenio Rodríguez Pereire, y que Guzmán Blanco sería parte del gigantesco negocio.

El primero de los enunciados decía: “Propiedad de tierras baldías para fundar la colonización extrajera”. O sea, pequeñas Francias dentro del mapa de Venezuela. Otros: concesiones sobre el carbón, guanos y fosfatos; fundar una casa de moneda; instalar un cable submarino hacia las Antillas; concesión por referencia de todas las riquezas mineras, mediante el pago de un derecho; privilegios exclusivos de navegación por los ríos Orinoco, Apure, Portuguesa, Arauca, Uribante y otros navegables, así como en los lagos de Maracaibo y Valencia; preferencias para construir ferrocarriles, tranvías y carreteras; explotación de bosques del territorio Amazonas, y de la quina; concesión para emitir obligaciones por lotes; licencia para crear depósitos, mercados públicos, salas de venta, y emitir cédulas negociables, fábrica de dinamita y otros productos explosivos. Concesión para colonizar las islas del territorio Colón, y para establecer en Venezuela “un depósito central de emigración para todos los países”. Y, finalmente, “facultad para traspasar algunas concesiones, previo el consentimiento del Gobierno de Venezuela”.

Ardió Troya, y no era para menos. “Excusa para una nueva revuelta”, exclamó falseando la historia el historiador guzmancista. Con frustración, quiso excusar al general alegando eso de que “no era otra cosa que una nómina de los elementos explotables en Venezuela”. El Presidente pretendía la inserción en el orden capitalista mundial de aquel desierto llamado Venezuela a través de concesiones a capitalistas extranjeros para la explotación de nuestros recursos naturales, y lo intentó sin límites y sin discreción.

Cuando el 7 de marzo de 1880 presentó un breve mensaje al Congreso, eludió toda referencia al protocolo (y a su derrota), como si no hubiera existido. Quizás le bastaba la respuesta pública a las dos cartas audaces que sobre el asunto le escribió su padre, en la que le decía: “…Me han remachado el desconsuelo que me producen la ignorancia, la mala fe y la desmoralización de nuestros círculos superiores. (…) Ese falaz alboroto con motivo de mi contrato con Pereire es, después de todo, una osada agresión contra mi autoridad moral; autoridad que es indispensable para realizar lo que los pueblos esperan de mi gobierno”. Añadió dominado por la ira: “…Yo debo y quiero rechazar la intentona, mientras medito el escarmiento que merecen los hombres inmorales que me tratan así…”.

De modo que, gracias a don Antonio Leocadio, no somos franceses.

sconsalvi @el-nacional.com

http://www.noticierodigital.com/2010/06/cuando-estuvimos-a-punto-de-ser-franceses/

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