jueves 7 de abril de 2011 12:00 AM
Estamos llegando a un momento peligroso. La política produce un profundo aburrimiento. La gente, mucha gente, no quiere ver ni escuchar las noticias, no quiere saber nada del acontecer político, la discusión sobre el momento adecuado de las primarias le produce bostezos, la protesta contra cualquier nuevo abuso del Estado le tiene sin cuidado. Es más de lo mismo. El momento es particularmente peligroso porque esa es la técnica cardinal del totalitarismo: después de un largo período de turbulencia social promueve en la población una suerte de rechazo a la acción colectiva, un tedio político. Es el agotamiento de la gente y el triunfo de la aceptación y la desidia.
En condiciones normales, por mucho menos de lo que sucede en el país ya debería haber ocurrido un estallido. Pero la población ve y sufre con absoluta resignación el agudo deterioro del país. Lo acepta con calma. Ya no importa que la autopista que conecta a la capital con el principal puerto del país vuelva a derrumbarse, que al unísono se produzcan cortes eléctricos, fallas en el metro, grietas y filtraciones en las carreteras, mengua de la producción agropecuaria, insuficiencias habitacionales, nuevas epidemias, crisis hospitalarias, secuestros y asesinatos a granel. Ya nada importa. Nada cambia las encuestas. Todos los indicadores miden lo mismo. Es la normalización de la patología. Es la indiferencia a la mentira. Es el bravo pueblo convertido en Juan Bimba.
El sindicalista Robert Michels postuló la Ley de Hierro de las Oligarquías para referirse al triunfo de las ambiciones de poder de los dirigentes que organizan el Estado para consolidar su posición, que utilizan al electorado como simple medio para alcanzar poder, que abusan de la autoridad para perpetuar su influencia y bloquear las ideas. El corolario de la ley es el demócrata decepcionado, el hastío político. Estamos en un momento similar al de los últimos años de la década de 1990, ante el agotamiento de un sistema y la tensa espera de un nuevo discurso
Fuente: El Universal
Estamos llegando a un momento peligroso. La política produce un profundo aburrimiento. La gente, mucha gente, no quiere ver ni escuchar las noticias, no quiere saber nada del acontecer político, la discusión sobre el momento adecuado de las primarias le produce bostezos, la protesta contra cualquier nuevo abuso del Estado le tiene sin cuidado. Es más de lo mismo. El momento es particularmente peligroso porque esa es la técnica cardinal del totalitarismo: después de un largo período de turbulencia social promueve en la población una suerte de rechazo a la acción colectiva, un tedio político. Es el agotamiento de la gente y el triunfo de la aceptación y la desidia.
En condiciones normales, por mucho menos de lo que sucede en el país ya debería haber ocurrido un estallido. Pero la población ve y sufre con absoluta resignación el agudo deterioro del país. Lo acepta con calma. Ya no importa que la autopista que conecta a la capital con el principal puerto del país vuelva a derrumbarse, que al unísono se produzcan cortes eléctricos, fallas en el metro, grietas y filtraciones en las carreteras, mengua de la producción agropecuaria, insuficiencias habitacionales, nuevas epidemias, crisis hospitalarias, secuestros y asesinatos a granel. Ya nada importa. Nada cambia las encuestas. Todos los indicadores miden lo mismo. Es la normalización de la patología. Es la indiferencia a la mentira. Es el bravo pueblo convertido en Juan Bimba.
El sindicalista Robert Michels postuló la Ley de Hierro de las Oligarquías para referirse al triunfo de las ambiciones de poder de los dirigentes que organizan el Estado para consolidar su posición, que utilizan al electorado como simple medio para alcanzar poder, que abusan de la autoridad para perpetuar su influencia y bloquear las ideas. El corolario de la ley es el demócrata decepcionado, el hastío político. Estamos en un momento similar al de los últimos años de la década de 1990, ante el agotamiento de un sistema y la tensa espera de un nuevo discurso
Fuente: El Universal
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