Cada régimen político, especialmente los autocráticos y totalitarios (neo o no), necesita cambiar la historiográfica del país en el que ha logrado apoderarse del gobierno (desde el cual destruye la institucionalidad del Estado como comunidad política de ciudadanos autónomos y libres). En el nacionalsocialismo alemán fue la fabula de la superioridad de la raza aria, en el fascismo italiano la eternidad del Imperio Romano, en el bolchevismo la utopia de la comuna (“Todo el poder para los soviets”), en la China de Mao Ze Dong la eternidad de un poder omnímodo, en el régimen de Pol Pot en Camboya la saga de la comunidad orgánica y por ende feliz de los aborígenes, y así sucesivamente. En nuestro actual régimen es el bolivarianismo, idealizado como si hubiese habido un solo e inmutable Simon Bolívar y fusionado con un “marxismo” a la Lenin y Stalin.
Lo primero que se hizo y se hace en la construcción de la leyenda fundacional es el intento de borrar el pasado inmediatamente anterior a la instalación del gobierno totalitario. Una vez más podría ir a los ejemplos antes citados, pero me voy a limitar a mencionar uno solo: el de la Republica de Weimar en Alemania entre 1919 y 1933, un tiempo lleno de ensayos democráticos (con todas las deficiencias inherentes a este tipo de régimen, para parafrasear a W. Churchill), de una vida cultural y científica extraordinariamente dinámica, de la resurrección de una nación como tal que, en 1918, había perdido una guerra en cuyo estallido en 1914 el sistema político anterior del Imperio había tenido un papel preponderante.
En nuestro caso, dicha construcción empezó con la negación de absolutamente todo lo que se había logrado en los 40 años entre 1959 y 1998. Con el epíteto injurioso de “Cuarta Republica”, se intento echar al basurero de la historia todo lo que se había logrado en esos 40 años, cuya cuenta excedería con mucho el espacio de esta columna. Es cierto que, en los últimos 20 años antes de llegar a la “Primera Magistratura” el actual poseedor de la misma, hubo fallas y deficiencias que destruyeron mucho de lo hecho en base a los pactos construidos y mantenidos durante los 20 años anteriores, especialmente el llamado de “Punto Fijo” (del cual Ricardo Lagos, antes de ser Presidente de Chile, me dijo que había sido el modelo en el que se basaba la Concertación que dio al traste con la dictadura de Pinochet).
Sin embargo, un evento fue una piedra angular en esa construcción de la leyenda fundacional del neototalitarismo que vivimos hoy. Me refiero al “Caracazo” de finales de febrero de 1989. El Presidente Chávez lo ha elogiado como “inicio de la revolución bolivariana”. En realidad, fue una explosión anárquica causada por el aumento de los precios de transporte interurbano desde y hacia la capital. La interpretación del chavismo de ese evento es confusa, pues, para Chávez, la declaración del “estado de emergencia” por el Presidente de aquel entonces fue un acto “contrarrevolucionario”, de modo que hoy en día puede mandar a perseguir justicialmente a los que tuvieron legítimamente el mando del Estado. La declaración del “estado de emergencia”, aprobada por el Parlamento, tuvo que cumplirse por sus ministros, especialmente el de Defensa, de acuerdo a lo estipulado en la Constitución de 1961. El ejercito (incluidos algunos oficiales que hoy adornan el circulo de los aduladores del mandamás de Miraflores) cumplió con su deber y aplastó la anarquía que amenazaba con destruir las bases de convivencia de la sociedad.
En su intento de volver a la democracia, la Alternativa Democrática debería estudiar seria y públicamente las culpas de los que hoy (mal)gobiernan al país. Y no debería permitir la persistencia de las leyendas fundacionales con las que el neototalitarismo amenaza crecientemente la posibilidad de restablecer una autentica convivencia democrática de nuestra sociedad.
¡Vivan los presos políticos y los que tuvieron que exiliarse!
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