Lo verdaderamente asombroso es cómo ha sobrevivido Venezuela sin Gobierno.
Un día cualquiera, en cualquier sitio, con la sola compañía de su televisor, o su radio. Súbitamente, cuando menos lo espera, en pleno programa hay una abrupta interrupción. Una voz que quiere ser solemne informa: “estamos en cadena”. La maldita “cadena perpetua” a la que estamos condenados todos y de la que sólo nos libra optar por el silencio, o la conversación con los amigos, o, si se tiene la posibilidad: por una estación del cable.
No ha terminado de pensar en ello, cuando la voz que todos conocemos y que a lo mejor usted ha llegado a aborrecer, regocijado informa a su reducida audiencia que ya están en cadena, para recibir un coro que rítmicamente afirma: “Así, así es que se gobierna”. Si usted ha llegado hasta allí, probablemente lanzará una imprecación de expresión facial acompañada. ¿Hasta cuándo?, se pregunta, obstinado por el abuso de poder que sufre una vez más.
Pero volvamos a la afirmación “¡así, así es que se gobierna!”, para entender los porqué del derrumbe de la aceptación del régimen en mundos donde hasta no hace mucho, no sólo era tolerado, sino activa y gustosamente apoyado. Ya no. Y ya no porque los cabecillas del régimen -su Jefe en primer lugar- no entienden qué es eso de gobernar.
Desde que los más variados grupos humanos decidieron juntarse, se dieron cuenta que tendrían cosas que resolver: alimentación garantizada, con provisión de ropa y calzado, amén de transporte, y en general una infraestructura para una vida vivible. Ello suponía, obviamente, que habría que dedicarse a trabajar de modo continuo y sistemático para producir los bienes que garantizasen el funcionamiento de la sociedad. En otras palabras: tendrían que darse un gobierno.
Esa idea, la de que para qué es un gobierno pareciera estar absolutamente ausente en el régimen chavista. Hoy, eso luce, una especie de utopía a la que no termina de calzarle ningún nombre y en la búsqueda de la cual se emprenden caminos que, al rato, terminan abandonándose. Hay cosas, programas, asuntos, que parecen interesarle al Jefe (los gallineros verticales, los cultivos hidropónicos y sus reemplazos a cada rato), pero eso no forma parte de ningún plan coherente y por ello, necesariamente, terminan siendo flor de un día.
Esas cadenas, a las que aludíamos al comienzo, de pronto se escenifican con unos graduandos vete-a-saber-dónde, a quienes, entre insultos e injurias a países o jefes de Estado, se les utiliza para informar de una nueva idea, un nuevo propósito, un nuevo programa. El problema es que ya el país entero sabe que eso será olvidado apenas concluya la cadena, y… “a otra cosa, mariposa”.
El Gobierno -o lo que simula serlo- ha perdido ya un elemento esencial para cualquier Gobierno, en cualquier parte: ¡que le crean! Pero lo peor no es eso, sino que esa incredulidad, burlona ya, no es del público exclusivamente, sino de sus propios funcionarios, quienes serían los encargados de poner esas decisiones en práctica.
Esos funcionarios saben, y lo saben por experiencia fastidiosamente repetida, que al día siguiente nadie hablará de eso, ni se pondrán en movimiento decisiones administrativas, con las correspondientes asignaciones presupuestarias, para que equipos designados expresamente lleven adelante lo propuesto por el Presidente, a quien nadie le para ya. Nadie llega a él, y viceversa: él no le llega a nadie.
Ya es cansona la información de que el Presidente no habla con sus ministros ni con los jefes del Partido (Müller Rojas dixit), que él desarregla a su antojo cada cuanto tiempo. Chávez no dirige equipo alguno, ni encabeza Programa de gobierno en área alguna de la actividad pública. Está dedicado a otras cosas que parecen entretenerle y mantenerle animado, la favorita: firmar con mandatarios extranjeros páginas y páginas de Convenios que nunca se aplicarán.
Tenemos pues autoritarismo sin gobierno, algo nunca visto en los anales de la historia del mundo comunista, que hacían muy mal gobierno pero que nunca dejaron de hacerlo. No hay tampoco Partido revolucionario como tal, sino facciones acuchillándose unas a otras, como en la Etiopía revolucionaria que vio Kapuscinski. Y esas facciones, cuando se combinan con desgobierno son una vía rápida para el colapso, como lo mostraron los extremistas chinos cuando enterraron al maoísmo. ¡Es tan parecido esto!
Si lo verdaderamente asombroso es cómo ha sobrevivido Venezuela sin Gobierno, ¿vale la pena entonces preguntarse acerca del propósito de la destrucción sistemática emprendida por Chávez?
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