Junio 9, 2010
Una de las más exigentes operaciones de la estrategia es la “retirada estratégica”.
Tiene varias formas, en función de su origen y resultados.
La retirada de Napoleón en Rusia se debió a una catastrófica derrota y al imperativo de sobrevivir, y condujo a la aniquilación de su ejército en las estepas. Hitler se vio forzado a retirarse ante Moscú en diciembre de 1941, pero lo hizo de tal modo que estabilizó los frentes y prosiguió la lucha por cuatro años. La retirada británica después de 1945 surgió de una victoria, pero fue un triunfo que desgastó al Imperio y le dejó exhausto, incapaz de sostener sus posiciones geopolíticas alrededor del mundo.
Mi tesis es que Estados Unidos se encuentra ejecutando una significativa retirada estratégica a nivel global, pero focalizada en el Medio Oriente. Esta retirada no proviene de una derrota militar ni de un desgaste como el que afectó a los británicos luego de la Segunda Guerra Mundial.
La actual retirada de Estados Unidos tiene un origen psicológico y se expresa en términos políticos. Surge de la incapacidad de la sociedad norteamericana para perseverar en sus objetivos a largo plazo, del relativismo promovido por el predominio intelectual de la “corrección política” y sus falsificaciones históricas, y por la presencia en Washington de un presidente, Barack Obama, que expresa las dudas existenciales de un sector de las élites estadounidenses y considera que Estados Unidos no sólo no es la solución sino el problema, o al menos buena parte del mismo.
El epicentro de esta retirada estratégica, todavía en sus inicios, es el Medio Oriente. A mi modo de ver, Obama busca tres cosas: en primer lugar, sacar a las tropas norteamericanas de Irak y Afganistán, así sea al costo de que ambos países retrocedan al lugar en que se hallaban antes del 11-S de 2001. En segundo lugar, llegar a un arreglo con los ayatolás iraníes para que cooperen con Washington en la conquista del primer objetivo, así ello implique que los ayatolás adquieran armas nucleares. En tercer término, alcanzar las anteriores metas debilitando la alianza entre Estados Unidos e Israel, contribuyendo en lo posible a que la izquierda israelí tome el poder, e imponiendo un acuerdo con los palestinos que obligue a Israel a entregar más territorios, a cambio de promesas de futura buena conducta por parte de sus enconados enemigos.
Como bien sabe Israel por experiencia propia, una retirada estratégica está plagada de riesgos. Los israelíes retornaron el Sinaí a cambio de la paz con Sadat y Egipto, pero por otra parte se retiraron de Gaza y el Líbano con terribles consecuencias, pues los palestinos no admiten la vigencia del Estado judío.
En el caso de Washington hoy, los peligros derivan del impacto que la pérdida de vocación hegemónica y el quiebre de la voluntad de sus élites dirigentes van a tener sobre aliados en situación precaria, que pronto percibirán que no hay nada peor que un Estados Unidos poderoso, y ello es un Estados Unidos débil.
Siglos antes de Cristo, en su Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides narró el rumbo que usualmente conduce a la guerra: aliados “pequeños” (como Israel, Corea del Sur, Taiwán, Colombia) empiezan a sentir el desdén de sus protectores, y empujados por ello actúan por su cuenta desatando una conflagración.
Quizás pronto veamos a Santos extender una mano hacia Chávez, pues Obama no se ocupará del Tratado de Libre Comercio. Quizás hasta los europeos, en medio de sus ensoñaciones, empezarán a sentir nuevamente de cerca el fétido aliento del oso ruso. Pero Washington tardará en responder a la pregunta: ¿Y yo qué hice?
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