El sábado 25 de noviembre de 1911 el cubano santiaguero Paul Lafargue y Laura Marx regresaron a su casa cerca de París, después de haber pasado la tarde en un cine. Se regalaron unos pasteles y se acostaron para no amanecer después de la aplicación de una inyección hipodérmica de ácido cianhídrico. El supuesto suicidio de la pareja fue justificado por Lafargue en la siguiente carta-testamento: “Sano de cuerpo y espíritu, me doy la muerte antes de que la implacable vejez, que me ha quitado uno tras otro los placeres y los goces de la existencia y me ha despojado de mis fuerzas físicas e intelectuales, paralice mi energía y acabe con mi voluntad, convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás. Muero con la suprema alegría de tener la certeza de que muy pronto triunfará la causa a la que me he entregado desde hace cuarenta y cinco años.” Cuatro decenios antes Carlos Marx escribía a su futuro yerno: “Si quiere continuar su relaciones con mi hija Laura tendrá que reconsiderar su modo de hacer la corte. Usted sabe que no hay compromiso definitivo, que todo es provisional; incluso si ella fuera su prometida en toda regla, no debería olvidar que se trata de un asunto de larga duración. La intimidad excesiva está fuera de lugar, si se tiene en cuenta que los novios tendrán que habitar la misma ciudad durante un período necesariamente prolongado de rudas pruebas y de purgatorio [...] El amor verdadero se manifiesta en la reserva, la modestia e incluso la timidez del amante ante su ídolo, no en la libertad de la pasión y las manifestaciones de una familiaridad precoz. Si usted defiende su temperamento criollo, es mi deber interponer mi razón entre ese temperamento y mi hija.” (Continuará)
Fuente: Tumiamiblog
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