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sábado, 9 de julio de 2011

La leyenda de Facundo Cabral, por Leila Guerriero








Hoy fue asesinado el cantautor argentino Facundo Cabral. Publicamos este perfil de Cabral realizado por la gran periodista Leila Guerriero.


La voz —un insecto enhebrado en los párpados de la estática— llega a través del teléfono.

—Yo… ocho idiomas… después… shock… 1978… mi hija… mi mujer… avión… me olvidé de hablar.

En algún lugar, al sur de la provincia de Buenos Aires, un auto atraviesa la ruta y un hombre masculla —la voz sedosa, monocorde— lo que ha dicho tantas veces, con el tono de quien lo dice por primera vez: quien lo revela.

—Perdí…. vista… sillón de ruedas… dos años.


La voz, pulverizada entre los dedos de la interferencia, dice llamame, dice viernes, dice Buenos Aires.

—Llamame… viernes… Buenos Aires.

Alguien —el conductor: alguien— advierte «Se va a cortar, Facundo».

Y, efectivamente, la comunicación se corta.

***

Viernes. Buenos Aires. El hombre —camisa de jean, saco azul, gafas marrones, bastón de madera— tiene 70 años y manos cálidas, jóvenes.

—Decime si hay algún pozo. Yo sólo puedo mirar hacia adelante. No puedo ver hacia abajo o hacia arriba.

El bastón de madera palpa las baldosas de la Plaza San Martín, una de las zonas más elegantes de la ciudad.

—¿Me acompañás a pagar el teléfono?

El teléfono. El hombre, que vive a tres cuadras de esta plaza, en un cuarto de hotel que compró veinte años atrás, sólo puede llamarse dueño de alguna ropa, de algunos libros, de este teléfono.

—No me gusta tener cosas que cuidar. Soy muy egoísta. Por eso vivo en un hotel. Tengo veinticuatro horas para mí.

—Disculpe, ¿usted es de Tandil? –pregunta una mujer que pasa.

El hombre dice sí.

—Sí

***

Facundo Cabral era un feto fornido, formidable, y llevaba nueve meses en el vientre de su madre, Sara, cuando su padre, Rodolfo, decidió dejarlo todo —hogar en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires, seis hijos y otro en camino— e irse sin dar explicaciones. A Cabral le gusta decir que llevaba un día de nacido cuando su madre (que lo bautizó Rodolfo Enrique aunque lo llamó Facundo, toda la vida) se marchó, sola y su prole, hacia donde no pudieran verla o preguntarle nada. Emprendió la ruta del sur hasta Ushuaia y, cuando llegaron, cuatro hijos habían muerto en el camino.

—No tengo recuerdos de esa época. No me interesaba nada. Sólo quería dormir y morir durmiendo. No quería vivir. Despertarme era una tortura. Me parecía que la vida iba a ser así siempre.

Pero la vida fue otra cosa.

***

—¿Usted es Facundo Cabral? —pregunta la mujer—. Usted vivió en Tandil, ¿no? Yo soy de Tandil.

—Entonces usted conoció a mi madre.

—Claro. Vivía a tres cuadras de mi casa. Y usted tenía una noviecita a la vuelta. En la calle Chacabuco.

—Cómo me voy a olvidar si empecé a saber lo que era una mujer por ella. Mirna se llamaba.

—Sí, señor. La hija del zapatero. Qué tal –dice la mujer, orgullosa, y sigue su camino.

—Mirna —dice Facundo Cabral, y mira al cielo como si lo viera—. Yo tenía trece años, y ella veintiuno. Un pedazo de mujer. Yo la seguía siempre y un día se paró y me dijo: «Pibe, vos me estás siguiendo». Y le dije: «Estoy enamorado de usted. Me imagino que le hago el amor». Y me dice: «Se te está yendo la mano, sos un nene». Y le dije: «¿Le puedo pedir un favor? ¿Podemos hacer el amor?». Y se quedó mirándome extrañada. Para llegar a la casa había que pasar por un pasillo. Era una tarde de verano y ella empezó dándome una clase, medio en broma. «A ver, hacé esto, hacé lo otro». Terminamos haciendo el amor todos los días, a lo bestia. Ella se recostaba sobre un sillón verde, gastado, y yo la miraba con una vela.

La desmesura. La pompa y la sentencia.

El signo que, a veces, mejor dibuja.

***

En galpones, en baños públicos, en la calle: en esos sitios vivieron en Ushuaia. Los vecinos cambiaban de vereda cuando veían a esa familia de rotos, de pobres descosidos, y Facundo alimentaba su odio con desesperación y alevosía.

—Una madre sola o abandonada era peor que una leprosa. En un momento alguien dijo que Perón, que era presidente, daba trabajo, y yo me fui a Buenos Aires. Tenía nueve años y tardé tres meses en llegar. Cuando llegué, me dijeron que Perón iba a estar en la catedral de La Plata. Fui, y cuando pasaba el auto me escabullí y le grité: «¿Hay trabajo?». Le llamó la atención a Eva, que me dijo: «Por fin alguien que pide trabajo y no limosna. Sí que hay trabajo, mi amor, siempre hay trabajo».

Dos días más tarde regresaba a Tierra del Fuego, en avión y con oferta de trabajo para su madre como celadora en un colegio de Tandil, sur de la provincia de Buenos Aires. Así, Facundo empezó a vivir en una ciudad donde, cuatro años después y a la luz de una vela, empezaría a vislumbrar el sexo de la mano de Mirna, la hija del zapatero, sobre las telas gastadas de un sofá muy verde.

O eso —y así— le gusta contar.

***

En la oficina de pagos de la empresa de celulares, Facundo Cabral espera en la fila frente a una de las ventanillas.

—Adelante –dice una mujer, y Cabral avanza.

—Hola. ¿Cómo es tu nombre, mi amor?

—Ivana.

—Ivana, eres la luz de mi ventana, para mí la vida sin Ivana no es nada. ¿Cuánto es, Ivana?

—Ciento once pesos, señor.

—Ivana, Dios te perdone por cobrarme.

Ivana sonríe, chequea algo en su computadora y pregunta:

—¿Usted es Cabral, Rodolfo Enrique?

—Sí. Pero llamame táiguer. Yo supe ser el sex symbol de este barrio.

—Señor, mire, acá dice que esa factura ya está paga.

—Ah. Bueno. ¿Entonces no tengo que pagar nada?

—No.

—Bueno. Chau, querida. Gracias.

Desanda el camino y susurra, a quienes todavía esperan:

—Si le cantás, la cajera no te cobra.

***

Cuando llegaron a Tandil, Facundo Cabral era analfabeto, ladrón, violento: un infierno con rulos dispuesto a acabar con el mundo.

—Nunca había ido al colegio, vivía peleándome. Odiaba a mi padre. Quería matarlo por habernos abandonado.

—¿Y sus hermanos?

—No aportaban nada. Unos pobres tipos. Ahora no sé si sobrevive uno. Creo que no. Casi no los conozco. Cosa que agradezco. Para mí nunca fue una buena idea la familia. Para mí, mi familia es la humanidad. Yo siempre fui raro. Y para mis hermanos debo haber resultado un descastado. Sin embargo, vivieron siempre de mí. Materialmente, que parece que es lo que importa, fui el que aportó.

—¿Eso le produce rencor?

—No. Nada. O tal vez lo disimulé. Debo ser buen actor. Me dolía llevar libros a mi casa, que no leían. Libros escritos por mí. Hay un dolor en eso. Pero hay una frase de Macedonio Fernández: «¿Quién cree que es esa entrometida, la realidad, para arruinarme la vida?». A mí la realidad no me va a arruinar la vida.

Aprendió a leer a los 14 y a los 17 caminaba por las calles de Tandil cuando un mendigo le gritó: «¡Príncipe!». A él, que sólo aspiraba a despertarse muerto.

—Pensé que me estaba tomando el pelo. Le dije: «Viejo, a usted lo salva la edad». Y me dijo: «¡Príncipe! ¿O cómo llamás al hijo del rey del universo?». Simón se llamaba ese viejo. Y me dijo: «Hace muchos años pasó por aquí nuestro hermano mayor, Jesús, y trajo la gran noticia». «¿Y cuál es esa noticia?». «Que uno solo es el Padre». Al viejo Simón le debo la gran noticia de que yo no era huérfano, de que yo tenía un Padre grandioso.

La epifanía. La vida sin transiciones. De momentos terribles a momentos perfectos. De momentos perfectos a momentos terribles.

***

El local es apretado, gélido. Venden bolsos, y Facundo Cabral busca un bolso: un bolso con un cierre solo.

—Entremos acá. Perdí un bolso y necesito un bolso con un solo cierre. Buenas, ¿se puede mirar sin comprar?

Un hombre dice sí, claro, qué está buscando.

—Un bolso con un solo cierre, porque tengo mucho pleito con la vista y si tiene muchos cierres meto las cosas en cualquier lado y no las encuentro. ¿Sabés cuáles usaba yo? Unos de marca Rosenthal. Me dicen que ya no se hacen.

—Sí, se hacen, pero la calidad ya no es lo que era.

—Nada es lo que era. Ni yo soy lo que era, flaco. ¿Vamos a comer?

Renguea hasta la esquina. Levanta el bastón y un taxi se detiene. Sube con dificultad, primero el cuerpo, después las piernas. Los problemas de su pierna derecha tienen diversos orígenes: en los años 80, se debían a un accidente automovilístico; en los 90, a una debilidad congénita. Ahora, a dos balazos, gentileza de un marido despechado en Santo Domingo.

—Nunca llegues a esta edad, flaco —le dice al taxista—. Yo daba miedo. Ahora doy lástima.

***

La furia, allá en Tandil, no se detuvo. Cabral consiguió una guitarra, empezó a componer canciones y a trabajar como cosechero.

—Me echaban de todas partes. Bebía mucho. Pero leía, y quería ser historietista como Hugo Pratt, el autor del Corto Maltés. Siempre dibujé. Y quería hacer la revolución. Leía a Proudhon, a Malatesta. Pero quería ser Hugo Pratt.

Y para ser Hugo Pratt no encontró mejor camino que viajar a Buenos Aires e inscribirse en la Escuela Panamericana de Arte; donde daban clases los mejores ilustradores e historietistas de la época. Era junio de 1960.

—Pero una cuadra antes de llegar a la escuela vi un cartel de la discográfica Odeón. Crucé la calle. Había una chica en la recepción y le dije: «Buenas, vengo a grabar un long play». Y me dijo: «Pero usted no es artista de la compañía». Y le dije: «No, elegí este sello por tus senos». Se armó un escándalo, y en ese momento entran tres tipos, uno de ellos el director del sello. Le digo: «Vengo a grabar un disco y no me dejan pasar». Y el tipo me dice: «Ah, no me diga que nos eligió, maestro». Y los mira a los otros dos como diciéndoles: «Síganle la corriente al loquito». Y dice: «¿Cómo es su nombre, maestro?». «Cabral». «Ah, qué bueno, pase por acá. ¿Cuándo podemos empezar a grabar?». Le digo: «Ahora». Y me ponen una silla y un micrófono, y se disponen a matarse de risa del loquito. Y yo canto “Vuele bajo”, que la había compuesto en esa época.”Vuele bajo porque abajo está la verdad, eso es algo que los hombres…”. Bajó volando el tipo y me dijo: «¿Cuántas tenés?» «¿Cuántas querés?». Me quedé una hora y grabé un long play. Al mes era el número uno en ventas en la Argentina.

Entre 1960 y 1965 Facundo Cabral fue, bajo el seudónimo del Indio Gasparino, un éxito de ventas. Le compró casa a su madre y creyó que esa vida era todo lo que quería hasta el fin de los días.

—Pero eran los 60 y me acordé que quería hacer la revolución. Así que dejé todo y me fui a recorrer el mundo. En jeep, en moto, en avión. Me fui por curioso.

Uruguay, Chile, Perú, Bolivia, Ecuador, México. En 1969 llegó a Estados Unidos, en 1970 a Europa, y su vida devino lo que es: una iconografía extravagante en la que convergen Eva Perón y George Brassens; Rainiero y la viuda de Pancho Villa; Krishnamurti, a quien conoció en un parque de San Francisco; la madre Teresa, que lo llamó durante un programa de televisión en México invitándolo a orar con ella al día siguiente, y, claro, Borges.

—Yo había grabado un disco en Roma y se lo dediqué a Borges. Vuelvo a la Argentina, voy caminando por la calle y me para alguien y me dice: «Señor Cabral, soy Carlos Frías, editor de Borges. Lo acompañé al maestro a Inglaterra y un crítico italiano le regaló un long play suyo que está dedicado a él, y él está encantado y me dijo: “Si un día lo encuentra a este señor, por favor déle las gracias e invítelo a casa”». Yo me quedé paralizado. Frías lo llamó desde un teléfono público y le dijo: «Maestro, estoy aquí con el señor Cabral». Y fui a la casa y me fui a las tres de la mañana. Él decía que yo era un optimista a priori. Un día me dijo: «Señor Cabral, me conmueve su inocencia. Yo conozco su forma de vivir. Usted no es un artista popular, usted adhiere a lo popular. Usted, camino a la cancha de Boca, se detiene en la Biblioteca Nacional». Y es verdad. Uno sabe que no es eso, pero adhiere.

***

El restaurante, en plena Recoleta, está casi vacío, pero hay, todavía, una mesa con mexicanos que piden saludarlo. Cabral se acerca y se escuchan risas eufóricas, celebraciones. Cuando regresa dice:

—¿Viste qué hermosa la mujer que está con los mexicanos?

La mujer es una de esas bellezas artificiosas, el pelo alzado, el maquillaje, cejas sibilinas: una telenovela de las cuatro de la tarde.

—Le dije que si yo era presidente de México, no la dejaba salir del país.

Comerá bife jugoso, helado de vainilla, vino rosado. En un rato, cuando la mexicana pase junto a la mesa —porte de reina con carroza— él mirará con descaro y un hiato de admiración.

—Los Cabral somos todos medio sexópatas. Yo siempre creí que por mis venas corre semen, no sangre. ¿Vos usás tanga?

—¿Tanga?

—Tanga. Esa cosa finita. ¿Querés helado? ¿Vamos a tomar un café por ahí?

***

Barbra es, de todas las mujeres, la única a la que llama suya. Ella tenía 18 cuando él 40.

—La vi en un restaurante. Estaba almorzando con los padres. Me acerqué y les dije: «Miren, esta mujer se tiene que ir conmigo porque es mi mujer». Y ella vino.

Princesa en el concurso Miss America, tapa de Playboy, póster desplegable: era linda. Viajaron por el mundo —dice que vieron ballenas con Jacques Cousteau, que estuvieron en Vietnam los últimos meses de la guerra invitados por un comediante de la BBS, que fueron de misión con la Cruz Roja— y se correspondieron con un amor enfebrecido y una infidelidad muy mutua, consentida.

—Ella me dijo: «Sospecho que te voy a amar mucho, pero quiero que sepas que yo no soy fiel». Y yo le iba a decir lo mismo. Los dos tuvimos otras historias, pero nada nos divertía tanto como estar juntos. «¿Podemos salir el martes, en vez del miércoles? Porque conocí a un alemán». Nunca conocí a un ser tan libre, tan sano. Un día me dijo: «¿Arreglaste lo del concierto de esta noche?». Y le dije: «Sí, el empresario siempre tiene un lugar para vos, mi amor». Y me dijo: «No, pero ahora somos dos». Estaba embarazada. Me pareció la cosa más increíble del mundo. ¿Yo, padre? Inconcebible. Y después vino el accidente. Ella tenía que tomar un avión en Chicago, y yo no llegaba pero le dije: «Andá, mi amor, que yo voy más tarde, en otro vuelo». Era 1978. Mi hija tenía un año.

Cayó el avión, cayeron Barbra y la niña, y todo fue borrado por una furia majestuosa que venía del mismo sitio del que vendría, dirá después, toda belleza.

—Yo hablaba ocho idiomas, pero me los olvidé todos. Bajé treinta kilos, perdí la vista. Estuve dos años así. Un día fui a ver a Krishnamurti. Le conté lo que me había pasado y me dijo: «Te envidio». Te envidio, me dijo. «Siempre te quita lo que más amás. ¡Cómo te envidio! Qué tarea debe tener pensada para vos. Toda pérdida es una liberación. La vida no te quita cosas. Te libera de cosas». Mi madre murió hace veintiún años. Y no tuve dolor. Sentí liviandad. Era tan grande el amor que sentía por mi madre, que era una cadena. Cuando uno siente tanto amor por alguien, llega un momento en que dice bueno, ya está bien.

Cuando la democracia volvió a la Argentina, en 1983, Cabral regresó al país y presentó un espectáculo llamado Ferrocabral. Estructurado en diversas estaciones —la estación de la Partida, la de la Ignorancia, la de la Verdad, la de la Naturaleza—, con su tono elegíaco y sus aires de pastor hereje, decía cosas como: «Este es el viaje más extraordinario/. Vean qué espectáculo/: a la derecha los reaccionarios/, a la izquierda los revolucionarios/. En el medio, los hombres/, los que deciden su propia vida/, es decir, tres o cuatro». Y cerraba con una canción que había compuesto en Uruguay, en 1968, y que se transformó en su sello de fábrica, su marca en el orillo: “No soy de aquí ni soy de allá”. Hizo varias funciones en un teatro de la avenida Corrientes, llamado Astral, y allí, cuarenta y seis años después de no haberlo visto nunca, encontró a Rodolfo Cabral: su padre.

—Me fue a ver y yo lo reconocí enseguida. Mi madre me había dicho: «Vos, que caminás mucho, algún día te lo vas a cruzar». Nos dimos un gran abrazo, me invitó a su casa. Lloré en su biblioteca. En un momento me dejó solo y vi que él leía lo que yo había leído. Nunca le pregunté nada, ni a qué se dedicaba ni por qué nos había dejado Nunca hablamos nada porque no es de caballeros. Mi madre me había dicho: «Cuando lo encuentres, no cometas el error de juzgarlo. Ese hombre es el hombre que más amó, más ama y más amará tu madre. Dale un abrazo y las gracias porque por él estás en este mundo». Y así fue. Él tenía mujer, hijos. Una alemana deliciosa. Hacía treinta años que vivía con ella. Mi padre murió en 1993. Tuve una amistad de diez años con él.

—¿Y cómo se explica usted que él se haya ido sin explicar nada?

—No sé. La vida es así. Otra frase de Krishnamurti: la vida no es como debería ser, la vida es como es.

Pasados los ´90, con decenas de discos grabados —Cabralgando, Pateando tachos, Entre Dios y el Diablo, Ferrocabral—, una gira exitosa con Alberto Cortez —Lo Cortez No Quita Lo Cabral— y varios libros escritos —Ayer soñé que podía y hoy puedo, No estás deprimido, estás distraído—, Cabral volvió a un segundo plano discreto y a una carrera que, todavía hoy, lo lleva por toda Latinoamérica: Chile, Uruguay, Perú, Ecuador, Colombia, México y un etcétera abrumador para alguien que tuvo cáncer, problemas glandulares, óseos, dos desprendimientos de retina y una pierna que no funciona.

—Yo no tendría que trabajar más. Pero emocionalmente no puedo. Económicamente sí, podría. Un tipo que a los 70 años no tiene solucionado lo económico es bastante estúpido. Estoy becado. Subo al escenario y me dan un café, dulce de leche, spaghettis, una botella de vino, un hotel, un avión. Vivo fenómeno. Pero mi salud es más que endeble, aunque soy de la clase de gente que no se queja. Me parece una vulgaridad quejarse. Para mí la muerte nunca fue un tema serio. Más bien es excitante la idea de la gran hembra, la muerte. Yo me imagino que el paso final debe ser como el silencio en el teatro, antes de que se encienda la luz. El paso al otro lado debe ser así. Ese silencio.

***

En el shopping hay las marcas —Max Mara, Lacroix— y señoras y señores que las compran. Allí Facundo Cabral va cada día, o cuando puede, a mirar librerías, a tomar café, a deleitarse mirando gente bien vestida.

—Amo a la gente que se viste bien. La gente cree que yo soy un hippie, pero a mí me gusta el refinamiento. Beber y comer bien, vestir bien. Me gusta la gente refinada. Yo pensé que a mi edad iba a viajar con un valet que me iba a llevar las valijas con los trajes. Mirá, ¡ahí hay bolsos!

—Son de mujer, Facundo.

—Ah.

Afuera cae la noche.

—Vení, sentémonos ahí. ¿Querés café? ¿Tenés papel y lápiz?

Papel, lápiz.

—Hace años yo escribí un libro en el que especulaba dónde me encontraría la muerte. Ahora es muy fácil saber dónde va a ser el final, porque queda muy cerca. No sé si son tres, cinco años más, pero si no es acá en Buenos Aires…

Traza un círculo sobre el papel blanco.

—… será acá, en Quito.

Otro círculo.

—… o acá, en Chicago.

Otro más.

—… o puede ser Mar del plata. Pero es por acá. Y seguramente en un hotel frecuentado, conocido por mí, o en una clínica de alguna de esas ciudades. No me preocupa, pero pensé que a los 70 años iba a tener una casa en el sur de la provincia de Buenos Aires, y a esta hora iba a estar tomando mi primera copa de vino frente a un hogar, leños ardiendo y un montón de niños jugando por ahí. Y yo contando historias. Nunca lo tuve ni lo tendré. Tampoco hice nada para eso. Pero creí que, naturalmente, se terminaba así. Que la soledad y el vagabundeo eran un juego hasta llegar a ese final. Una vez fui a Medellín. Todos los verdes del mundo y curvas, curvas. En la ladera de una montaña había una casita y dos viejitos de la mano, tomando sol. Destrozaron toda mi idea del mundo. Pensé «Qué imbécil, yo creí que sabía qué era la felicidad. Y tengo razón, pero si sacan a estos dos de acá». A esa edad debe ser lindo ir a una casa en la montaña, tomar una copa de vino, hablar tonterías. «¿Viste qué humedad?». «Escuché en la radio que mañana va a haber menos humedad».

Las palabras, separadas por hilos de respiración, caen como ácido sobre el velo frágil del lugar común.

—«Ah. ¿Llamó mi ahijado?». «Sí, dice que lo llames, que va a estar en la casa de la madre». «Ah». «Conseguí ese pan que te gusta». «No me digas». «Sí. Don Fermín lo trae de nuevo». «Me parece que me voy a ir a acostar». Vivir así. Es una posibilidad, ¿no?

Cruza las manos sobre la empuñadura del bastón.

Después suspira y dice:

—No.

*******

Texto publicado originalmente en la revista Sábado de el Diario El Mercurio y republicado en Prodavinci por cortesía de la autora.

Fuente: Prodavinci.com

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