Carlos González era uno de los fundadores del Metro, o por lo menos así se sentía, ya que desde que se abrió una estación cerca de su casa lo había adoptado como único y exclusivo medio de transporte. Él conoció su primitivo trazado y vio cómo iba creciendo, a medida que las topas engullían la tierra del vientre citadino, y se iban ramificando las rutas del subterráneo. También fue testigo del resplandor que ostentó el sistema en sus inicios, y vivió el lento pero inexorable proceso de deterioro que estaba experimentando. Pero con todo y eso, el Metro era motivo de orgullo para él.
De su casa al banco, del banco a su casa, dos veces al día: esa era la invariable rutina de Carlos González, Gonzalito para sus compañeros de trabajo. Desde sus inicios en el banco, al que entró muy joven por recomendación de un tío lejano, con el cargo de oficinista auxiliar III, no conoció otro nombre. Aún recuerda su primer día de trabajo: un cajero de esos veteranos lo vio sentado en una silla, sin tener muy clara cuál sería su actividad allí, y le espetó:
—Epa, nuevo. Véngase para acá pa'que me ayude con estos papeles. ¿Cómo se llama, mijo?
—Carlos González.
—Bueno, Gonzalito. Agarre este bojote y se lo lleva a los terminalistas.
Y así quedó bautizado.
Poco a poco fue progresando dentro del escalafón del banco: a los seis meses pasó a oficinista auxiliar II, al cabo de otro año a oficinista auxiliar I, y así de escalón en escalón llegó al cargo de cajero. Cargo que desempeñó siempre con la mayor dignidad y honradez: jamás, pero jamás se apropió de algún dinero que sobrara del arqueo de caja, como se rumoreaba que era costumbre de muchos otros cajeros, y algunas veces puso de su bolsillo las monedas que pudieran faltar en el conteo, que por otra parte, dada su escrupulosidad, no era cosa frecuente. Nunca se le ocurrió apropiarse del dinero que algún cliente, por descuido, olvidara de recoger en la taquilla o diera de más, sino que le avisaba sobre el hecho inmediatamente a la olvidadiza persona. Y no era que le sobrara el dinero, todo lo contrario: su sueldo apenas le alcanzaba para cubrir los gastos de vida, y las necesidades de su madre.
Este era el rubro que más pesaba en su presupuesto: su progenitora sufría de una insuficiencia respiratoria, por lo que debía estar conectada de por vida a una bombona de oxígeno. Para no confinarla a una cama, compró un tubo de goma lo suficientemente largo como para que pudiera alcanzar todos los rincones de su casa. De esa manera, la señora, con su mascarilla en la nariz, adoptaba un aire entre buzo y trabajador de minas. Además de las bombonas, su delicado estado exigía un complicado tratamiento de jarabes y pastillas. Gonzalito invertía el grueso de sus entradas en costear dichos suministros que mantenían con vida a su madre, y lo hacía con gusto, ya que su amor por ella era inmenso. Tan inmenso que no tenía novia, ni ganas de buscarla. Todo su tiempo libre se lo dedicaba a su madre, a tratar de satisfacer cada deseo que manifestara y a acompañarla. El era prácticamente su única compañía, ya que sus dos hermanas se habían casado y estaban viviendo en el interior del país, razón por la cual sus visitas eran bastante esporádicas. Su padre había muerto estando él pequeño. Como herencia recibió de él, además de sus recuerdos, un hermoso reloj de oro. Ese objeto, que no usaba nunca, para que no se lo fueran a robar, era su única propiedad y lujo. Debido a la ausencia de la figura paterna, que era la encargada de traer al hogar los medios de subsistencia, Gonzalito se vio obligado a abrirse paso en la vida desde muy joven. A los veintiséis años, su carrera laboral cubría la mitad de su existencia.
Junto con el deterioro de las condiciones económicas del país, Gonzalito veía cómo día tras día disminuía su capacidad adquisitiva: cada vez le costaba más trabajo llegar a fin de mes, y para poder hacerlo renunció a más de un almuerzo. Para no preocupar a su madre, le decía que se quedaba en el trabajo para adelantar cosas pendientes, pero en realidad lo hacía para no gastar la comida en su casa. Con nostalgia miraba a los otros compañeros irse a almorzar a algún comedero cercano, o comer en el mismo lugar de trabajo el contenido de sus viandas. A veces algún colega, sospechando la gravedad de su situación económica, lo invitaba a comer, pero él nunca aceptó, no por orgullo sino por decoro. Como mucho, se acercaba a un cafetín, pedía un café con leche, compraba unas galletas de soda en el quiosco y engañaba por un rato el hambre. Otra cosa que eliminó fue el uso del Metro, ya que resultaba mas económico utilizar otros medios de transporte; a veces, si no estaba muy cansado, recorría a pie el trayecto entre el banco y su casa. Pero a pesar de todos estos ahorros, en unos cuantos meses su insuficiencia económica se hizo mucho mayor, cuando se aprobó el aumento de los insumos médicos. El agua le estaba llegando al cuello.
Un día, tocándole la visita de control a su madre, sintió que su situación ya no tenía salida: el médico varió el tratamiento de su madre, aumentando las dosis de medicamentos y agregando otras drogas, ya que el estado de la señora iba empeorando. Para colmo, faltaban cinco días para el cobro de la quincena y la bombona de oxígeno estaba en las últimas. Esa noche no pudo pegar un ojo.
Al día siguiente, estando en su puesto de trabajo tras la taquilla, ocurrió un hecho insólito: cuatro hombres, bien vestidos, con celulares y anteojos obscuros, desenfundaron sendas armas de alto calibre, y conminaron a todos los clientes a que se tendieran en el piso. Se trataba de un asalto, cosa que Gonzalito, a pesar de su larga trayectoria en la agencia, nunca había presenciado. Todo pasó como en una película, o en un sueño. Sólo que esta vez las armas eran verdaderas, y los asaltantes iban contra los cajeros. Por primera vez sintió que corría peligro de muerte, y el miedo empezó a manifestársele en su estómago.
—Todos los cajeros: pongan el dinero de la caja en estas bolsas. Y rápido, que estamos apurados.
Gonzalito empezó como un autómata a colocar los paquetes de billetes en la bolsa que le suministraron los hampones. Mientras lo hacía, por su mente desfilaban todas sus penurias: él, con tantos problemas, nunca tomó un céntimo que no le perteneciera, y en cambio estos delincuentes en un segundo se llenaban de plata. Entonces se acordó de su madre, que estaba a punto de quedarse sin oxígeno. Se imaginó que se asfixiaba inexorablemente, que moría frente a sus ojos sin que él pudiera hacer nada. Nada... a menos que le quitara a los ladrones parte del botín. En un segundo tomó la determinación: con una agilidad que desconocía, escondió dos gruesos fajos de billetes debajo de la taquilla. Simultáneamente a esta acción, se justificó consigo mismo: no le estaba robando al banco, sino a los hampones.
En unos diez minutos todo concluyó: los asaltantes tomaron sus bolsas de dinero, no sin antes amenazar de muerte a todos los presentes. Al cabo de una media hora llegó la policía. Durante todo ese tiempo, Gonzalito estuvo dándole vueltas a la acción que estaba a punto de cometer: ¿qué pasaría si lo descubrían? La cárcel, y su madre sin el apoyo de nadie. Por otro lado, si no lo hacía, no tendría cómo adquirir la bombona de oxígeno. Al llegar los cuerpos policiales, Gonzalito se llenó de ansiedad: ahora empezarían las preguntas, quién sabe si además los requisarían. ¡Y él con esos dos fajos de billetes escondidos!
El era el tercer cajero, de izquierda a derecha. Empezaron con el primero: lo interrogaron y efectuaron una inspección ocular en su taquilla. En unos cinco minutos terminaron. ¡Si pudiera preguntarle cómo fue! Pero no osó moverse de su lugar. Con el segundo cajero hicieron lo mismo. Trató de aguzar el oído y la vista, pero hablaban en voz baja y por su posición no pudo ver en que consistía la revisión.
Por fin llegaron a él.
—Buenos días, ciudadano. Le vamos a hacer algunas preguntas. ¿Nombre?
—Carlos González.
—¿Edad?
—Veintiséis años.
—¿Cargo?
—Cajero.
—Diga usted: ¿cómo se desarrollaron los hechos?
—Bueno, yo no estaba muy pendiente... sólo oí el grito de uno de ellos, y al darme cuenta tenía frente a mí una pistola, o un revólver, yo no sé de armas, pero bien grande, y me dieron una bolsa para que la llenara con el dinero de la taquilla...
—¿Cuánta plata tenía aproximadamente en caja?
—Unos tres mil bolívares.
—¿Lo puso todo en la bolsa?
—Este... —y aquí titubeó un segundo. Este era el momento tan temido por él: de lo que dijera aquí podía depender el resto de su vida.
—Bueno, ciudadano. No tenemos todo el día. Responda de una vez.
—No. Aquí pude esconder estos dos paquetes de dinero —y sacó los fajos del escondite donde los tenía.
—¿Con qué finalidad escondió ese dinero?
—¿Finalidad?
—¿Para qué se guardó esos dos fajos de billetes?
—Bueno... es que me dio rabia que esos ladrones se llevaran tanto dinero, y decidí esconder esa parte.
—¡Ah, caramba! Aquí tenemos un samaritano. Está bien. Ahora, con su permiso, vamos a inspeccionar su taquilla.
El agente pasó a la taquilla, en donde revisó minuciosamente las gavetas y los estantes.
Al no encontrar nada, dijo:
—Esto está limpio. Ahora tengo que revisarlo a usted.
Después de palparlo ligeramente en los lugares apropiados, quedó satisfecho:
—Terminamos con usted. Gracias por su colaboración. Tenga cuidado con la aureola, no se le vaya a engarzar de la lámpara —dijo sarcásticamente.
Eso fue todo. Al rato los agentes terminaron su labor, la agencia del banco se cerró al público para efectuar el cierre del día y conciliar la suma robada. Ya la aseguradora pagaría al banco esa cantidad.
Cuando Gonzalito iba de salida, se le acercó el subgerente de la agencia:
—En nombre del Banco, quiero felicitarlo por la muestra de valor civil que nos brindó hoy. El agente que lo interrogó me comentó su gesto de lealtad para con la institución, al no entregarle gran parte del dinero que estaba bajo su responsabilidad a esos facinerosos. Este banco es grande gracias a personas que, como usted, lo ponen como la primera de sus prioridades.
—Muchas gracias, jefe. Disculpe, quisiera pedirle algo. ¿Pudiera prestarme unos cincuenta hasta la próxima quincena?
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