Junio 29, 2010
El objetivo es disuadirnos de que “el proceso” es irreversible y no hay vuelta atrás.
Lo extraordinario de algunos personajes que se aferran al poder como si hubieran nacido con él y por tanto dispuestos a morir por él y en él, no radica en esa característica, aberrante a los ojos de la modernidad. El gusto por el dominio del entorno es una característica y una debilidad que hablan de lo peorcito de la condición humana y por tanto prolifera con gran facilidad. Todos o casi todos queremos mandar y lo hacemos hasta donde las circunstancias nos lo permiten y en la escala correspondiente a nuestra condición y posibilidades.
Es obvio que muchos no mandamos porque no podemos o porque nos conformamos con dirigirnos a nosotros mismos, o a nuestros hijos y eso ya es suficiente. Pero el sometimiento del vecino, del adlátere o del enemigo, es un rasgo si se quiere natural que luego de unos cuantos miles de años el hombre no ha podido doblegar, a pesar de las buenas ideas de unos cuantos pensadores y las mejores intenciones de otros tantos santones.
En fin, lo que distingue al hombre común del extraordinario son las capacidades que desarolla para mantenerse y consolidarse en el poder. Naturalmente las primigenias y básicas son las violentas, el sometimiento por la agresión, la esclavitud o la muerte. Pero con el transcurrir del tiempo las técnicas, siempre sujetas a la violación de lo que ahora conocemos como derechos humanos, se han ido sofisticando hasta niveles admirables.
Así, por ejemplo, observamos que al obseso que nos dicta la cartilla ya no le basta con utilizar los poderes a su antojo, meter presa a la gente e imponernos algo que la mayoría rechaza obstinadamente y entonces acude a un método que no siendo tan original, arroja buenos dividendos por su capacidad para “convencernos”.
Se trata de bombardearnos masivamente, a través de los medios, por horas y horas, al punto de que es imposible sustraerse del discurso. En algún momento algo nos llega y eso, que llamaremos totalitarismo comunicacional, no estriba sólo en el lugar común goebbeliano según el cual una mentira dicha mil veces… etc. Eso está explícito, pero hay metamensajes. Uno es que “yo soy tan poderoso que hago con los medios lo que me da la gana y nadie puede evitarlo”. Y otro, que ya no sólo es de forma, cuyo objetivo es disuadirnos de que no hay vuelta atrás, de que el “proceso” es irreversible, que es inútil oponerse, que ya la suerte está echada y “como ustedes no podrán impedir mi presencia omnisciente, imperecedera y total al frente y adentro de sus vidas, lo mejor es resignarse a vivir conmigo”. En realidad se trata de una treta malévola y falaz porque el hombrecito, a pesar de sus ínfulas, es un mortal común y corriente (con algo de imaginación, sí) que trata de lograr el imposible de mandar hasta su hora final.
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