Como en el poema aquel, erróneamente atribuido a Bertolt Brecht, al comienzo no todos lo vimos venir con claridad. A partir de 2002, muchos, muchísimos, comenzaron a padecerlo en carne propia y muchos más a entender, aunque con cierta renuencia, que no se trataba de hechos aislados. Que estábamos frente a una estrategia de guerra, una lógica implacable, una manera de entender y ejercer el poder de la cual a largo plazo, nadie, salvo aquellos que lograran la sumisión plena o camuflarse con destreza, podrían sentirse enteramente a salvo.
Primero fueron los miles ¿Cuántos? ¿14.000; 15.000; 20.000? de empelados de Pdvsa que luego de la fallida huelga petrolera de 20022003 fueron despedidos de sus cargos, no importa cuán bien formados o cumplidos en sus oficios fueran, por el único pecado de haber ejercido el derecho a huelga establecido en la Constitución. No es que haya habido juicios para establecer responsabilidades. O que se haya castigado a los cabecillas. Nada de eso. A lo bestia, como el demente aquel que para atacar los comejenes que la carcomen quema su casa, el Gobierno bolivariano dio inicio a la primera y la mayor purga política masiva que, dentro del aparato del Estado venezolano se haya conocido alguna vez.
En cosa de meses todos fueron despedidos. Algunos, incluso, apedreados en sus casas.
Luego vino la Lista de Tascón.
El indigno diputado tachirense ofreció su nombre y su rostro para realizar una de las operaciones de persecución ideológica más viles que se haya conocido en democracia alguna: la de haber hecho pública a través de la web o en CD de venta callejera la lista de los venezolanos que habían firmado la solicitud de un referéndum revocatorio del mandato del hombre que aspira a vivir 30 años en Miraflores.
Con el obvio apoyo del Consejo Nacional Electoral, comenzó entonces una cacería de brujas del tamaño del Ávila. El primer gran apartheid laboral por razones ideológicas de nuestra historia. Los casos fueron suficientemente reseñados en la prensa y en algunas películas que quedarán para el "Yo acuso". Si habías firmado podías perder tu empleo, no contratar con el Estado a menos que borraras tu nombre del documento de la empresa, perder el cupo que ya habías ganado para hacer un posgrado en un hospital público o ser rechazado en una oficina pública para obtener cédula de identidad o pasaporte. Haber ejercido un derecho establecido en la Constitución recién aprobada te convertía en un perseguido en tu propio país.
Una vez terminada la pesca de arrastre, comenzó la persecución selectiva. No hay prácticamente un espacio de lo público o lo privado donde la jauría de cancerberos no haya asestado sus mordiscos rabiosos. Ocurrió la persecución y humillación de los científicos, emprendida por aquellos que desde el IVIC afirman estar haciendo química o física socialista. La persecución cultural que, entre otras joyas, tiene su mejor expresión en la frase aquella del ministro de dudosas "villas" cuando, a propósito de la actriz Fabiola Colmenares, sostuvo algo así como que "ningún opositor del Gobierno tenía derecho de actuar en obras de teatro o películas financiadas por el Estado".
No olvidar la persecución a los políticos, para la que ya no se usa esbirros de lentes oscuros y manoplas de metal, sino contralores, fiscales y jueces de morales elásticas dedicados, entre otras artes, a inhabilitar electoralmente a los candidatos salidores de la oposición o a encarcelar bajo cualquier ardid a quienes un día dejan de gritar "patria, socialismo o muerte" (y perdonen la redundancia).
Ahora hemos llegado a la persecución final. La del estatismo definitivo. La del "entierro del capitalismo venezolano", como ha llamado Yo el Supremo la operación. La del despojo de las últimas grandes empresas, como la Polar. La del encarcelamiento, sin juicio previo, de empresarios de la bolsa y de la banca. Para que, Yo el Supremo dixit, se sepa que en Venezuela "no hay nadie intocable". Lo que en el lenguaje y la mente de los caudillos del siglo XIX, que es el lenguaje y la mente de la cúpula militar en el poder, significa "en Venezuela me cargo a quien me da la gana, ¿y qué?".
Por alguna razón nos negábamos a creerlo. En Venezuela, decíamos, eso no puede suceder. Como en el poema atribuido a Brecht, todos creímos alguna vez que estábamos a salvo. Y, todavía, hay quienes se empeñan en hacerlo.
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