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martes, 5 de julio de 2011

La retórica santista

Por Jaime Ruiz

Las variaciones que introdujo Juan Manuel Santos en la conducción del Estado colombiano después de su posesión pronto despertaron el entusiasmo de los columnistas de la prensa bogotana: no hay uno solo, por grosero que fuera con el presidente cuando era candidato o por descarada que sea su adhesión a los terroristas, que no lo haya felicitado. Recuerdo que alguien se sorprendió de que yo empezara a juzgar ásperamente el gobierno casi desde la posesión: ¿no era obvio que la alegría de los propagandistas del terrorismo tenía que ver con la recuperación previsible del poder de las bandas de asesinos?

Esa cuestión se falsea cuando se habla de "seguridad": respecto de la masa de rateros, sicarios y demás delincuentes, el Estado tiene un problema como garante de la seguridad de los ciudadanos. Respecto de las bandas terroristas y sus proyecciones legales, no se trata simplemente de evitar crímenes sino de derrotar a un enemigo que aspira a destruir el orden legal. La seguridad se mide en infracciones concretas, el avance del enemigo político podría darse sin ningún cambio en los indicadores de "seguridad". La desmoralización militar, que impresiona a todos los que conocen el tema, no produce en lo inmediato cambios en los indicadores de seguridad.
Ese disparate expresa el gran vicio de la sociedad colombiana, que es la incapacidad de entender el problema guerrillero como un conflicto de grupos dentro de sí y no como un factor externo surgido en las selvas, como si alguien atribuyera los síntomas del sarcoma de Kaposi a agentes externos que afectaran la piel. Como si una víctima del "paquete chileno" tomara al "solucionador de problemas" como tal y no como el probable "cerebro" de la estafa. Ya sé que es el tema de todas las semanas, pero ¿alguien me responderá acerca de si se puede considerar un problema de seguridad cualquiera el avance de las FARC? ¿Son Piedad Córdoba, Iván Cepeda, Carlos Lozano Guillén o Gloria Cuartas líderes terroristas o meros "idiotas útiles" como los consideran casi todos los colombianos?
La confusión sobre la política se encuentra a todas horas en la vida colombiana. Ayer Alejandro Gaviria aludía a la "oposición uribista", noción novedosa cuando para todos, incluido el ex presidente Uribe, el uribismo lo representan los partidos que apoyan a Santos y la oposición son los grupos que perdieron las elecciones. Al respecto nadie responde: los antiuribistas están contentos con Santos porque los complace, los uribistas están descontentos, salvo si tienen sueldo estatal o curul, en ese caso también están contentos y callan sobre el cambio de planes. Ah, y Uribe está a la vez contento y descontento, siempre dispuesto a complacer tanto a los descontentos con Santos como a los contentos, porque son sus compañeros de sus partidos. Claramente se ve que una influencia suya en las elecciones de octubre podría mover a sus copartidarios a aprobar lo que haga falta para otra reelección.
A aumentar la confusión acuden todos los identificados con nociones de "izquierda" y "derecha". Más allá de la "hemiplejía moral" de que hablaba Ortega, en el contexto colombiano dichos conceptos son completamente falseados. La izquierda resulta ser el partido de las personas ricas que disfrutan de privilegios debidos a su origen y obtenidos mediante toda clase de maquinaciones y violencias. El Estado provee bienes asombrosamente superiores a los de cualquier esforzado tendero o microempresario a las personas que proclaman su conciencia social y declaran todo el día su indignación con la desigualdad. Eso es de por sí monstruoso, pero de una monstruosidad vulgar y aburrida de no ser porque las personas que encuentran injusto todo eso se proclaman con todo orgullo de derechas. A partir de semejante disparate, se construyen discursos ideológicos tan falaces que sencillamente hay que suponer que la gente no entiende ni quiere entender lo que lee.

No obstante, el gobierno de Santos no carece de ideología, lo que pasa es que cada vez que se la define como "izquierda" o "derecha" se entra en un juego de falacias que hacen llorar y reír a la vez, como si se llamara "hombres" a las personas con mamas y "mujeres" a las que tienen pene y uno tuviera que aclararse en semejante confusión.
Para enfrentar las críticas que se hacen a su gobierno por traicionar a sus votantes, Santos encontró la descripción de los críticos como "extrema derecha" y trató de igualarlos con los secuestradores y asesinos de las FARC, que le parecen la "extrema izquierda". Sobre eso ya se ha discutido mucho. A mí me interesa más encontrar la continuación de ese discurso en la obra de un "periodista" que proclama su amistad con el Hermano Mayor del presidente. Creo que es fácil reconocer la influencia de tan importante amigo de Fidel Castro, tanto en su hermano, como en su amigo León Valencia. Voy a comentar el "Manual para identificar a la extrema derecha" de este "periodista": es la ideología de Santos, pero no la del postizo y patético tartamudo, sino la del Santos que de verdad influye en Colombia. Hoy por hoy es la ideología del gobierno.
Venden la idea de que los pobres son perezosos y los campesinos, ineficientes, y tachan las propuestas de restitución o distribución de la propiedad de argucias para promover la lucha de clases.
Esta entradilla ya orienta sobre lo que es la izquierda y la derecha para el comentarista: la "distribución de la propiedad" no es de por sí una idea violenta o radical sino algo de sentido común a lo que se enfrenta la "extrema derecha". Uno siempre está explicando cosas que los niños de ocho años saben: "propiedad" es aquello que no está sujeto a "distribución". La distribución de la propiedad es la abolición de la propiedad, cosa que en la sociedad colombiana tiene raíces profundas: la Conquista significó la abolición de toda propiedad pues todos los individuos dejaron de ser dueños de nada al pasar todo a ser posesión de la Corona española. En ningún país europeo democrático se habla NUNCA de distribuir la propiedad
Como en los últimos días el presidente Santos, el diario El Tiempo y algunos columnistas hablan de la extrema derecha colombiana y de su propensión a la ilegalidad y a la violencia, sin mencionar a grupos sociales o políticos concretos o a personas de carne y hueso -incluso varios comentaristas han dicho que son fuerzas oscuras, inasibles, indefinibles-, quiero entregarles a los lectores un manual para identificar a estos sectores de la sociedad colombiana y para ponerles rostro a sus líderes.
Supongo que el lector sabe que León Valencia es un antiguo secuestrador y asesino amnistiado que, con ayuda del Hermano Mayor y otros personajes de la oligarquía convirtió su frente en ONG que hoy en día asesora al gobierno. ¿Cómo puede hablar alguien así de ilegalidad y violencia? Yo sé cómo:
La doctrina santista significó durante todos los años del Caguán que la actividad terrorista de las bandas movidas por causas políticas no era ilegal. Día tras día se aludía en los periódicos bogotanos a diversos tipos de ilegalidad, como los actos de los "paramilitares", pero cuando se trataba de las FARC y el ELN sus acciones eran dignas de reconocimiento porque terminarían en una negociación de paz. Eso sigue, a tal punto que León Valencia, junto con cientos de legitimadores del terrorismo, formó parte de la campaña mediática de apoyo a Antanas Mockus y su proclama de "legalidad" y "decencia".
Cuando se habla de "poner rostro" a los líderes de la "extrema derecha" la orden de asesinato es casi manifiesta: ¿alguien se ha dado cuenta que las centenares de amenazas contra Collazos, por poner un ejemplo de un canalla paniaguado por Santos, ocupan miles de veces más espacio en la prensa que el asesinato de Hernán Yesid Pinto Rincón, o de cientos de militares, o el real intento de asesinato en Bogotá hace pocos meses de Fernando Vargas? Como asesino ascendido gracias al poder de la "izquierda", León Valencia es encargado de "dar dedo" para complacer al poder santista.
Debo confesar que no ha sido mayor el esfuerzo para compilar estas señales de identidad de la extrema derecha. En la historia reciente del país abundan las ideas, las actitudes y los hechos que permiten saber quién se ubica en esa perturbadora corriente política. Estoy seguro, además, de que quienes lean esta columna podrán agregarle nuevas indicaciones a esta lista corta y desordenada.
Para este asesino (y ya verán hasta qué punto su defensa de las bandas terroristas es actual), el rechazo de sus pretensiones pone a las otras personas en una "perturbadora corriente política". Es obvio: condenar el asesinato y el cobro del asesinato tiene que perturbar a quien acumula una cómoda fortuna en dicha industria.
Empecemos por aclarar que no es en las Fuerzas Armadas donde se encuentra el núcleo duro de la extrema derecha. Esta idea, muy difundida en la izquierda, ha sido desmentida por la realidad. En los últimos veinte años, una multitud de políticos, empresarios, líderes de opinión, han puesto la cara para defender un delirante proyecto de derecha y han encontrado un importante respaldo en la sociedad. Los militantes civiles han resultado mil veces más implacables que los vilipendiados militares.
La "derecha" en Colombia tiende a molestarse cuando uno dice que Colombia es un muladar. ¿Cómo se puede definir un país en el que los "periodistas" empiezan secuestrando niños y después amenazan y discuten las ideas ajenas con epítetos? ¿Qué es lo "delirante"? No someterse a la industria de León Valencia. Y algo delirante tiene ya que a fin de cuentas el gobierno colombiano de hoy en día ha adoptado los valores de este asesino, a tal punto que ha contratado a su secta.
Se sienten más cómodos en la guerra que en la paz. Defienden la salida militar como la única alternativa y califican las iniciativas de reconciliación como ejercicios de apaciguamiento que solo sirven para envalentonar a la guerrilla. Lograron que el país concentrara su atención en la llamada amenaza terrorista y se desentendiera de otros problemas igual o más graves que el desafío insurgente. En las coyunturas de negociación se las ingenian para desatar acciones de terror o darles resonancia a las agresiones guerrilleras con el fin de crear un ambiente adverso a los acuerdos de paz.
Cada vez que se habla con colombianos hay que correr a buscar el diccionario. La presión del viejo orden determina que las palabras signifiquen siempre otra cosa. En este párrafo "paz" significa "conversaciones de paz". Si se piensa en un atracador que nos asalta con un cuchillo, toda resistencia se llamará "guerra" y todo sometimiento se llamará "paz": la primera frase del párrafo lleva en sí la legitimación de la actividad terrorista. Claro que cuando a uno lo atracan tiene que "conversar" con su nuevo amo para entregarle todo. ¿En qué se diferencia la actividad de las bandas terroristas de un atraco? ¿Los colombianos que no quieren reconocer a los terroristas se sienten más cómodos en la guerra? ¿Los que salen a secuestrar niños son los verdaderos pacifistas? Todo esto es monstruoso, infame, pero uno no debe saturar sus textos de adjetivos violentos. Todo esto es colombiano. En otras partes resultaría intolerable.
Por ejemplo, yo me siento más cómodo en la paz que en la guerra. ¿Qué es paz? Que salgo a la calle y no hay nadie armado amenazándome. ¿No es lo que quieren los millones de personas que votaron por Uribe Vélez y en 2010 por Juan Manuel Santos? No, por lo visto no quieren la "reconciliación", que se describe como el reconocimiento de legitimidad a quienes asesinan y secuestran. ¿Qué es reconciliación? El niño mutilado por una mina va y abraza al antiguo director de Alternativa, que perfectamente puede ser el promotor de esa política (alguna razón especial tiene Juan Manuel Santos para no publicar el contenido de los computadores de Jojoy). Ésa es la reconciliación: bastó eso para que Juan Manuel Santos me pareciera repugnante, cuando en la ceremonia de posesión saliera con que "cesaron los odios". ¿Cuáles odios? La pierna mutilada de miles y miles de niños aseguran el poder y las rentas del Hermano Mayor, el niño que sale a ser mutilado no odiaba a los intelectuales de Alternativa y éstos no odian a sus víctimas.
¿Sirven las conversaciones de paz para envalentonar a la guerrilla? Eso es muy importante que el lector se lo plantee, porque es muy difícil encontrar a un colombiano que no esté intoxicado por las falacias de la propaganda: la tradición del país determina que generación tras generación prospere una especie como de subhombre servil, arribista y cruel que está dispuesto a comulgar con piedras de molino con tal de verse incluido entre los beneficiarios del Estado. ¿Sirven las conversaciones de paz para envalentonar a la guerrilla? Eso que parece sobreentendido en Colombia es exactamente sobreentendido en España: nadie se atrevería a dudarlo, al menos en la prensa. Nadie cree que se deba negociar con bandas terroristas. Pero lo fascinante, y es por lo que hablo de subhumanidad, es que aceptar esa evidencia lo pone a uno en la ilegalidad y la violencia. Los guerrilleros matan y secuestran, pero quien cree que premiarlos los envalentona es el ilegal y el violento. ¿A cuántos colombianos escandalizan las lindezas del portavoz de los Santos que abiertamente interpreta al presidente? Insisto, ¿a cuántos? ¿Cuántos académicos, periodistas, políticos, etc. han comentado semejante belleza?
El problema es que todo sigue sin alterarse y uno habla con colombianos como quien habla con piedras: ¿cuántos textos han leído en los que se evalúe siquiera la afirmación de este asesino? Es de lo más corriente: ser de "izquierda" provee una "identidad" gracias a la cual uno es superior moralmente a la "extrema derecha" (todo el que dude de que se deban premiar los crímenes es de la extrema derecha). ¿Qué importa que suscribir la opinión de TODOS los periodistas o académicos de los países civilizados sea ilegal y violento y dar por sentado que el asesinato debe imperar sobre las urnas es ser moderado y razonable? El colombiano es una especie de subhombre al que le prometen la inserción en un estrato mejor y ya suscribe cualquier falacia que habría avergonzado al más rudo y perverso de los sicarios nazis.
La obra del asesino poeta, completamente identificable con la retórica presidencial, es un viejo recurso que se puede encontrar en cualquier periódico de los años del Caguán: es puro santismo y no sería raro que el artículo fuera escrito en colaboración con el Hermano Mayor: abolir la democracia (no otra cosa es negociar cambios legales gracias al poder de organizaciones de asesinos, ni perseguir a quienes eligen al gobernante, que una vez posesionado se alía con los perdedores) es lo correcto y razonable y lícito, y aun lo democrático. El colombiano está adoctrinado para eso. La desfachatez del asesino Valencia es ya rutinaria y aburrida.
Han hecho la más eficaz combinación de todas las formas de lucha. Mientras la guerrilla mediante esta estrategia logró una influencia marginal en el Parlamento o en lejanas alcaldías y gobernaciones, estas fuerzas se apoderaron mediante la coacción y la muerte de una tercera parte del poder local y regional y obtuvieron una influencia decisiva en el Congreso y en el Ejecutivo Central. Fue la respuesta que le dieron a los avances democráticos de la Constitución del 91. Amparados en la teoría de la ausencia de Estado y con el pretexto de defender a la población de la agresión de las Farc y del ELN han fomentado la creación de poderosas organizaciones de justicia privada.
¿Alguien entendió en el párrafo anterior que se trataba de oponerse a la negociación política con los terroristas? Por esa magia que es tal vez la única enseñanza sutil de las universidades colombianas quienes no quieren que se premie a León Valencia por sus asesinatos y secuestros y a cientos de malhechores como él resultan responsables de montones de crímenes. ¿Alguien ha mostrado el menor reproche frente a tal procedimiento? ¿Alguien recuerda que el ministro Vargas Lleras contrató a la secta del asesino León Valencia pese a que muchos miembros de su partido están investigados por paramilitarismo y que él mismo participó en una cacería con el jefe paramilitar Salvatore Mancuso? (como convicto, Mancuso no pierde nada negándolo, Vargas haría el ridículo cuando le presentaran pruebas, por eso calla). La fórmula es casi cómica: quien se opone a los intereses de este criminal resulta otro criminal, por mucho que al final todos los criminales tengan una gran coincidencia de intereses.
Es puro santismo, en el sentido del Hermano Mayor: toda persona que incomodara las pretensiones de entregar el país a los terroristas automáticamente resultaba de extrema derecha y "paramilitar". Fue la doctrina de toda la prensa bogotana durante los años del Caguán y lo que transmitieron miles de profesores universitarios a sus huestes. No importa que los oligarcas efectivamente anden aliados con las antiguas autodefensas criminales, al igual que los magistrados (hay pruebas de la relación con Mancuso). El sicario no vacila en convertir la defensa obvia de la democracia en una actividad criminal, lindeza que es como culpar a los que no le gustan a uno del genocidio ruandés.
Aprovechan una y otra vez los ciclos de violencia para amasar grandes fortunas y tienen una extraña obsesión por la tierra. De la confrontación de los años cincuenta entre liberales y conservadores salieron con parte de las mejores tierras cafeteras y ganaderas. Han utilizado la tortuosa guerra que vive el país desde principios de los años ochenta para entrar a saco en los recursos del Estado y para apropiarse y legalizar las rentas provenientes del narcotráfico, despojar de las tierras a millones de campesinos y meterles la mano al petróleo y a la minería. Al tiempo venden la idea de que los pobres son perezosos y los campesinos, ineficientes, y tachan las propuestas de restitución o distribución de la propiedad de argucias para promover la lucha de clases. Los que difunden aquí y allá que las organizaciones de derechos humanos son aliadas de la guerrilla, la justicia obedece a oscuros designios del terrorismo y los organismos internacionales que critican la vulneración de derechos esenciales de la población son simples portavoces de la subversión y aviesos responsables de la mala imagen de nuestro país en el exterior. Los que promovieron la campaña de exterminio de la Unión Patriótica y los magnicidios de Galán, Pizarro, Gómez Hurtado y Bernardo Jaramillo y han estigmatizado el ejercicio de la oposición y la disidencia política. Los que no le perdonan al periodismo la crítica y la independencia.
Genial: quienes no quieren que se negocien las leyes con quienes las transgreden y que se acepte la dominación de unas bandas de asesinos han amasado grandes fortunas: ¿cómo es que nueve millones de personas votaron por Santos porque se creía que representaba el continuismo? ¿Cuántas fortunas hay en el país amasadas con violencia? El nivel de la calumnia de este asesino es sólo digno del país. Ciertas ONG de derechos humanos no son aliadas de la guerrilla sino exactamente lo mismo, y personajes como Cepeda II son jefes terroristas activos. La atribución del asesinato de Galán y de Gómez Hurtado a quienes se oponen a la guerrilla es el colmo del cinismo, pero encuentra público entre colombianos. ¿No hay bastantes pruebas de que en ambos asesinatos influyeron los dueños de la revista que publica su bodrio, pues a fin de cuentas los Samper y los López son socios desde el siglo XIX?
El gobierno de Santos es el de la alianza con los terroristas y por eso su primer impacto es la multiplicación de la actividad de las FARC y el ELN (incentivados por la esperanza de negociación), que pretenden tapar con el silencio o con patochadas grotescas como el supuesto bombardeo al campamento de "Alfonso Cano".
El siguiente efecto del santismo, una vez la sociedad está aplacada y justifica la persecución y el asesinato de las personas descritas como de "extrema derecha" (las FARC intentaron matar a Uribe más de diez veces antes de que fuera presidente sin que la prensa condenara nunca esos atentados), es legitimar las masacres con el argumento de que "las partes necesitan llegar fuertes a la mesa de negociación". Yo podría encontrar cientos de mockusianos de 2010 que suscribieron esa bella afirmación durante los años del Caguán. La grotesca falacia del criminal Juan Manuel Santos acerca de la "mano negra" de la "extrema derecha" es rutinaria preparación para una escalada terrorista que será necesaria para "convencer" a la población de que es mejor someterse. Todo eso con la aquiescencia del ex presidente Uribe, ¿o alguien ha entendido que haya roto con los partidos uribistas que sostienen al gobierno o con éste? Otro efecto de irrealidad: la gente cree lo que quiere.

Fuente: http://atrabilioso.blogspot.com/

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