Mayo 4, 2010
“La esclavitud es hija de tinieblas. Un pueblo ignorante
es el instrumento ciego de su propia destrucción”
Simón Bolívar
Simoncito –le habían llamado así en honor a Bolívar- se sentía, confundido en su inocencia recién empezada a perder, literalmente partido en dos. De una parte, un sentimiento juguetón, y hasta cierto punto travieso de emoción infantil le llevaba a aceptar gozoso el uniforme y las consignas que estaría llamado a exhibir y a corear al día siguiente. Sería divertido –pensó- eso de mostrarse recio y severo –“¡cómo nuestro comandante!”, le habían dicho- en aquella identidad castrense -tan lejana a la que le habían propuesto como modelo sus maestros en la escuela- que aún no sabía si había aceptado voluntariamente o si se le había llevado a aceptar. “¡A lo mejor –pensó también- era hasta una buena manera de conocer a algunas muchachas “nuevas” con las que pudiera “empatarse” y todo!”.
De la otra, a su igualmente recién empezada a adquirir madurez le hacía un poco de ruido todo aquello. No de su padre, pero sí de su madre, había aprendido desde chiquito que las vías de la violencia y las de la guerra no eran las mejores para desarrollarse, ni como persona ni en sociedad. No sólo lo había visto en las películas o lo había leído en los libros –a los que era tan afecto- que ahora le forzaban a cambiar por sus nuevas “armas de guerrillero comunicacional”; también lo había vivido en carne propia cuando le había tocado presenciar una que otra escena en la que su padre, a veces pasado de tragos, golpeaba a su madre por faltas reales o imaginarias. A sus once años se preguntaba –no sin cierto rencor- porque en esos momentos tan duros para él y para sus hermanitos no había sido objeto de la misma atención que ahora, como “guerrillero comunicacional” recibía. Pero no encontraba respuesta.
Así, llegó el día siguiente y él se presentó, conjuntamente con otros muchachos y muchachas más o menos de su edad, al sitio en el que serían juramentados como “Guerrilla Comunicacional”. Escuchaba, entre las chanzas de sus igualmente nerviosos compañeros y la atención que se le iba hacia las bellas pecas de una nueva amiga –Esperanza- que había conocido allí, que se suponía que su misión era la de “combatir el terrorismo mediático” de la burguesía y de la oligarquía. Inmediatamente pensó en aquél tío que hacía ya un tiempo había empezado a trabajar en el gobierno y que hacía años se había mudado del barrio al este de Caracas y en el señor Mario Silva, cuyo programa lleno de violencias y de insultos hacia todo el que no estuviera con “el proceso” veían todas las noches sus padres.
Pero se equivocaba. No era de su tío, de Silva o del otro señor -“un tal Nolia”, bastante grosero con “la oposición” también- de que se hablaba. Se hablaba de otros medios, de los “medios privados” a los que había que “desnudarles las mentiras que les hace decir el imperialismo extranjero”. Se volvió a confundir, no porque su prístina inteligencia no pudiese comprender lo que se le decía, sino porque entre quienes se lo decían estaban no sólo algunos “facilitadores” venezolanos, sino también algunos otros cuyo acento, lo sabía Simoncito, era cubano.
Ya estas dicotomías y contradicciones le habían traído problemas antes. Simoncito tenía un espíritu curioso, participativo e inquisitivo –heredado probablemente de su abuelo materno, conspicuo y muy conocido luchador social en su comunidad- y desde que había nacido –a finales de 1998- había estado expuesto a las discusiones políticas que se daban continuamente en el seno de su familia. Una vez –lo recordaba- se había hecho acreedor de un grave regaño cuando se había atrevido a insinuar –allá por el 2007- que “estaba de acuerdo” con los argumentos que aquellos muchachos –entre ellos varios de sus amigos mayores del barrio- de lo que llamaron desde entonces el “Movimiento Estudiantil”, esgrimían contra la fallida reforma constitucional propuesta entonces por el presidente.
De nada valieron sus alegatos sobre lo que no le gustaba de la reforma –que se había leído, pese a su edad- o lo que dijo en cuanto a que lo que él percibía era que la lucha de los “manos blancas” no era contra el presidente, sino por los derechos de todos. “¡Cállate! –le habían dicho en su casa en su momento- ¡Se te perdona la estupidez porque eres un imberbe y no sabes nada!”. Y quizás era verdad, en aquel momento “no sabía” mucho, pero lo que sí sabía –antes y ahora- era que siempre es mejor tener la posibilidad de pensar diferente que, por el contrario, no tenerla y verse consecuentemente forzado a pensar como todos los demás sólo porque éstos tienen más fuerza o más poder que uno.
Llegaron entonces la Ministra Díaz, el Ministro Navarro y la Jefa del Distrito Capital, la Faría y les juramentaron. Les hablaron de que eran parte de una operación que llamaron algo así como el “trueno comunicacional” y de que las actividades que desarrollarían –esto le gustó menos a Simoncito- les valdrían, entre los cursos y talleres que tendrían que tomar, para más o menos cuatro horas semanales de actividades “extracurriculares” fuera de la escuela. Y le gustó menos porque no sabía cómo podría conciliar entonces sus prácticas de básquet –era su deporte favorito- y sus reposos de las tardes para leer, que le demandaban bastante tiempo, con su nueva condición asumido-impuesta de “guerrillero comunicacional”. Les dieron entonces su primera orden: Que fueran como “equipos de desplazamiento rápido” a las estaciones del metro de la Línea 1 a “perifonear”, a entregar a la gente unos volantes –unos que no había leído Simoncito aún- y a pegar unos afiches también.
Llegaron a la estación del metro e hicieron por un rato lo que les habían ordenado. Al cabo sin embargo de unos instantes, la indiferencia de la gente hacia el material que entregaban –que indefectiblemente atiborró las papeleras del metro- y la naturaleza juvenil y alegre del grupo se impuso y uno cuyo nombre Simoncito no pudo recordar propuso tomar el metro para irse a alguno de los centros comerciales del este de la ciudad a comerse algo en un Mac Donald’s para después escaparse a un cine temprano a ver “Avatar” que, según decían, era “burda de buena”. Simoncito llamó a voz en cuello y con ilusión a su nueva amiga –Esperanza- pensando feliz en que la improvisada sugerencia podría convertirse para él en toda una oportunidad para empezar a “echarle los perros”. Pero ella no le respondía. Al cabo de varios intentos ella se dio por aludida con ese aire de juguetona superioridad tan típico en las preadolescentes que se saben bellas y codiciadas.
“-¡No me llames más así! –le dijo al sorprendido Simoncito- ¿Es que no sabes que los guerrilleros nos cambiamos el nombre? –siguió- ¡Ya no soy más Esperanza! –Simoncito no daba crédito a sus oídos- ¡Ahora debes llamarme “La 47”!” –culminó, haciendo alusión al número que le había tocado a ella en la fila del orden cerrado durante la juramentación.
Simoncito guardó silencio. Pero algo se le desgarró por dentro pues ya estaba –como sólo puede ocurrir cuando se viven los sentimientos con la intensidad de esas edades- francamente enamorado de la “antes Esperanza”, ahora “La 47”. Decidió entonces no ser más “Simoncito” y no honrar más con su nombre a El Libertador, de quien lo habían tomado sus padres.
Ahora, y de allí en adelante, Simoncito sería también un número. Un número más: “El 28”.
http://www.noticierodigital.com/2010/05/los-infantes-numerados/
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