El fracaso de la política penitenciaria es realmente escandaloso. La cantidad de muertes que cíclicamente se producen en los centros de reclusión, el hacinamiento, el tráfico de armas y drogas, el retardo procesal, las condiciones humillantes y degradantes en las cuales transcurre el día a día de los reclusos revela que en este ámbito concreto hablar de revolución o de humanización de las cárceles es, cuando menos, un mal chiste.
De entrada es necesario reconocer el intenso y permanente trabajo de investigación, denuncia y solidaridad concreta que viene realizando desde hace muchos años ese venezolano digno de reconocimiento y respeto llamado Humberto Prado, quien en sus años juveniles pasó por nuestro infierno carcelario y salió de allí con la frente en alto y el firme objetivo de redimirse y de luchar para hacer realidad una transformación humanizadora de las prisiones y del sistema penitenciario en su conjunto.
El Estado venezolano es el responsable de garantizar la vida y la integridad física de quienes están recluidos, o más bien depositados en las aberrantes cárceles de nuestro país, y cada vez es más evidente la incapacidad y la insensibilidad de los funcionarios que tienen en sus manos la tarea concreta de dirigir la política penitenciaria. Se sigue aplicando viejas fórmulas ya fracasadas para un viejo problema hoy multiplicado por cien o por mil. No se ha llegado, por incapacidad, temor o complicidad, al fondo de uno de los más graves quistes que tiene el sistema penitenciario, como lo es el tráfico de armas.
Uno se pregunta cómo puede ser creíble la tesis de que una madre, una esposa o un hijo o hija de un preso pueden pasar, como si nada, armas de distinto calibre, que van desde la más modesta pistola hasta la más temible ametralladora, sin ser detectados por los distintos niveles de control que existen a la entrada de estos antros infernales. Y hasta ahora no se ha llevado a cabo una seria investigación para determinar responsabilidades específicas dentro de los funcionarios de la Guardia Nacional y de la Dirección de Prisiones, encargados de la custodia externa e interna, respectivamente. Se trata de un negocio millonario, que a su vez genera otros no menos rentables. El hecho de que una parte de la población reclusa esté armada obliga a que el resto pague protección, lo cual no siempre es posible, dado que, la absoluta mayoría de los internos, cuidado si más del noventa y cinco por ciento, son hijos de la pobreza.
Como ingrediente que agrava esta situación, persiste el retardo procesal .El retorno del horario tradicional a los tribunales no es suficiente para saldar la deuda que tiene el Poder Judicial con la sociedad en general y con los presos y sus familiares en particular. Es increíble que en tantos años, entre la cuarta y la quinta, pero sobre todo en esta última década en la cual nació una nueva carta magna, no se haya podido poner en práctica un verdadero plan de emergencia judicial que alivie el hacinamiento carcelario, que implique el traslado de los jueces a las cárceles para aligerar los procesos y que haga funcionar realmente el sistema de la defensa pùblica para quienes no tienen recursos que les permitan pagar abogados.
La respuesta sigue siendo una mezcla de incapacidad e indolencia con represión. Si no persistiera el sectarismo y la prepotencia y privara realmente el deseo de ponerle coto a la tragedia penitenciaria venezolana, ya Humberto Prado y el Observatorio Venezolano de Prisiones tendrían un lugar asignado en la mesa donde deberían tomarse las decisiones que apunten a convertir las cárceles venezolanas en centros de reeducación y reinserción social.
http://www.analitica.com/va/politica/opinion/9589436.asp
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