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domingo, 27 de junio de 2010

Manuel Caballero El Universal / ND Darío Lancini, maestro del idioma

Junio 27, 2010

Darío Lancini, uno de los escritores más desconcertantes del idioma

Nos conocimos en la Cárcel Modelo, en 1952. Jesús Sanoja Hernández, Rafael Cadenas y yo pagábamos el precio del combate de la Universidad contra la tiranía. Los tres hermanos Lancini estaban allí bajo la acusación clásica de intento de magnicidio. En verdad, estaban por casualidad en una casa en Plan de Manzano que era un refugio de conspiradores y al allanarla, descubrieron algunas armas y bombas de fabricación casera. Los Lancini nada tenían que ver en el asunto, pero por supuesto, la policía no les creyó; así, mientras nosotros éramos echados del país, a ellos se les envió a Guasina.

De los tres, hicimos amistad de inmediato con Darío. Su hermano Ramón Abdón era menor que el resto del grupo, pero sobre todo, el suyo era un interés que ninguno de nosotros compartía ni quería hacerlo: el muchacho se ocupaba de la vida y obra de las culebras (¡Lagarto, lagarto!).

El pintor Darío Lancini

Darío acompañaba y protegía a su hermano, pero su pasión, si bien igual de intensa, era menos peligrosa. En aquel entonces, Darío era pintor. Cuando salí de prisión, llevaba en mi maleta dos dibujos suyos: uno era un impresionante apunte sobre la salida de los presos de la Cárcel Modelo hacia Guasina, que hicimos circular entonces en Europa y América pero cuyo original desapareció en esos trajines; y un retrato mío hecho a lápiz que conservo desde hace 58 años como un preciado tesoro.

Después de la caída de la dictadura, Darío continuó pintando, abandonando el realismo fotográfico, cayendo bajo la influencia entonces muy poderosa de Bacon. Cuando fundamos Tabla Redonda, a Darío lo agrupábamos entre los pintores. Pero un día, Sanoja le pidió un texto para la revista, sobre el viaje de Yuri Gagarin al espacio exterior. Todos quedamos deslumbrados por la luminosidad y la maestría de aquella pequeña nota. Allí se nos reveló lo que Darío era por encima de todo: un verdadero maestro del idioma.

Oiradarío

No sabemos en cuál momento dejó Darío la pintura por la escritura. Ni cuál hubiera sido su destino de no haberlo hecho. Como sea, de pronto nos sorprendió con su Oír a Darío, un hecho único en la historia del idioma. Entre los muchos atributos que hacen su singularidad está la posibilidad de medir con objetividad cuánto en verdad tiene de singular. Tal vez suene al lector un insoportable egocentrismo del autor proponer, en el título mismo del libro, que se le escuche. Escuchar, en este caso, no es necesariamente una especie de sinónimo de leer, sino que quiere decir eso, que se le oiga. Porque, adelantándose en mucho a lo planteado por García Márquez en Zacatecas, Darío Lancini no prescinde de la ortografía, sino que la pone a su servicio, para darnos este libro cuya singularidad se puede comprender al decir que se trata de un libro único no sólo en la bibliografía venezolana, sino en la lengua castellana. Es una colección de poemas de una altísima calidad; pero a la vez, es un libro de palíndromos. Si se lee al derecho, se estará gozando de un hermoso texto poético; si se lee al revés, también.

No el ego, sino el texto

Al hacer esa lectura (al hacer esas lecturas) uno se da cuenta de que es falsa la impresión que pueda dar el título del volumen: su centro no es el ego de Darío; su verdadero centro es el texto. Muchos de sus lectores (entre ellos un Julio Cortázar que le envió a Lancini una carta entusiasta) han hablado de éste como un libro lúdico. Es verdad: antes que nada, se presenta como un juego con el idioma. Pero eso, en definitiva, es lo que hace todo creador. Si se quedara en el simple juego, ya sería bastante: tendría sus letras de nobleza venidas directamente desde Heráclito el Oscuro, para quien no el idioma, sino el tiempo mismo es un niño que juega con los dados en ese reino que es de un niño. Pero como todo creador de una lengua, Darío Lancini es también un creador de mundos. El suyo está poblado de rameras, de enanas cananeas; comparten la corona y acaso una tabla redonda, el Rey Lear y Ubú Rey en una pieza de teatro que, con argumento y personajes, es el más largo palíndromo jamás escrito en todos los mil años de historia de la lengua castellana: setecientas cincuenta palabras.

¿Darío musulmán?

En el mundo creado por Darío al voltear a esa Roma suya tan citada, descubrimos que sus versos están escritos con amor. Pero en el fondo, Darío no es en absoluto un escritor cristiano. En su libro está presente una extraña aunque nada secreta admiración por el Islam. No se trata de un impulso religioso, ni mucho menos por una religión que puso a su Dios en la punta de su espada, edificó así el imperio más grande de la Historia y, con la España de los califas, dio también el testimonio de una alta cultura. Es algo a la vez más sencillo y más misterioso. Por algún incomprensible designio, el Dios de los musulmanes es un Dios palíndromo: Alá. Es por eso que Darío intenta una respuesta a la profesión de la fe, la misma que recita cinco veces diarias la voz gutural de los muecines: “No hay más dios que el Dios. Mohamed es el Profeta de Dios”. Esa respuesta, en la pluma de Darío, viene dada por la más alta voz posible, Dios mismo, en este palíndromo que nos atrevemos a citar de memoria, rogando a Alá que ella nos sea fiel como una fotografía:

ALA

Yo soy de Mahoma el Dios.

Oídle a Mohamed. Yo soy Alá.

hemeze@cantv.net

http://www.noticierodigital.com/2010/06/dario-lancini-maestro-del-idioma/

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