Se presenta como innecesario el proceso de decodificación cultural.
A excepción de Cuba y Puerto Rico, que permanecerían bajo dominio español hasta 1898, el contacto efectivo de España con Hispanoamérica cesa a partir de 1825. Desde ese momento España se va de la región para no saberse más de ella como factor de influencia por casi 170 años. A lo largo del resto del siglo XIX y gran parte del siglo XX, España tendrá un menú completo de problemas en el plano doméstico como para preocuparse por mantener algún tipo de presencia en América Latina. De hecho, el declive español iniciado a partir de 1640 encontrará su fase de mayor aceleramiento durante buena parte del período referido.
Habrá que esperar hasta la década de los noventa del siglo pasado, para que España fije nuevamente su atención en América Latina. Está desde luego la excepción representada por la emigración española a la región, pero esta es más la historia de los emigrantes y la de los receptores que la de España misma. El porqué la antigua metrópoli volvió a mirar hacia Hispanoamérica fue producto de dos fenómenos: el interés de las empresas españolas en el proceso de privatizaciones y la inversión de los flujos migratorios. Por aquellos años las empresas estatales latinoamericanas estaban siendo rematadas al mejor postor bajo los imperativos ideológicos del Consenso de Washington. Para las corporaciones españolas, incapacitadas para competir en Europa por su menor dimensión, ello constituyó la oportunidad perfecta para capitalizarse aceleradamente y reinsertarse como jugadores tardíos pero eficaces en el escenario europeo. Una vez más el “oro y la plata de América” permitieron a España transformarse en un participante de relieve en el tablero de Europa. Mientras ello ocurría, las caras morenas de Iberoamérica comenzaban a dar color al escenario humano de España, despertando contrastes e imponiendo barreras y prejuicios.
Este “reencuentro” tuvo a España como la parte fuerte. De manera casi natural la reserva de memoria histórica española, en relación a Hispanoamérica, hubo de retrotraerse a los tiempos previos a la independencia. ¿De qué otra manera podía contextualizarse la interacción con unos pueblos con quienes el último contacto efectivo se remontaba a comienzos del siglo XIX y de quienes se conocía tan poco?
Tras el reencuentro, España rei- vindicará el derecho al mejor conocimiento sobre América Latina ante Washington y sus congéneres europeos. Apelará para ello a la historia y a la lengua. El problema deriva, desde luego, de la naturaleza de la historia conocida. Por esta vía se estimula la mayor de las distorsiones posibles, pues se presenta como innecesario el proceso de decodificación cultural indispensable para comprender a sociedades distintas a la propia. Mientras otras naciones sienten la necesidad de “deconstruir” la realidad latinoamericana para reconstruirla bajo sus propios parámetros cognitivos, los españoles creen poder obviar ese proceso. El resultado no puede ser distinto del que es: una visión desfigurada del otro a partir de una visión mítica de sí mismo. Ojalá lo que se conmemora este año le dé a los españoles sentido de perspectiva.
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