Si la política de seguridad alimentaria es tan vieja como los países, uno en el cual se pensara que la misma se hacía para destruir el aparato productivo interno y sustituirlo con la importación de cantidades colosales de alimentos, solo se conoció en la primera década del siglo XXI, en el norte de Sur América y en un territorio llamado “República Bolivariana de Venezuela”.
Y es que, desde los sumerios a los egipcios, de los chinos a los indios, y de los griegos a los romanos, “seguridad alimentaria” fue siempre la menor dependencia de los mercados externos, que implicaba que su propia agricultura se mantuviera en los topes de producción, procesamiento y distribución y fuera la responsable de que sus poblaciones contaran con comida abundante y segura.
Razón que explica las asombrosas construcciones que nos dejaron en represas, diques, drenajes, canales y vías acuáticas y terrestres los países de las llamadas “civilizaciones hidraúlicas” y que los imperialistas griegos y romanos (como los de todos los tiempos) se tomaran especial cuidado en controlar a las colonias que definían como “graneros” En la Venezuela castrochavista, o cubanochavista, por el contrario, “la seguridad alimentaria” se planteó como parte de la política de destrucción de la empresa privada capitalista en el campo (ya fuera en la personería de grandes empresas nacionales y transnacionales como Polar, Monaca y Carhill, o de grandes, medianos y pequeños productores individuales), y su sustitución, no por una estructura productiva estatizada y de control gubernamental (todo lo que en el socialismo ortodoxo se conoce como “comunas, cooperativas o granjas colectivas) que siempre resulta improbable de crear, sino por una gigantesca red de importación de alimentos que almacenados, permitirían enfrentar las calamidades de la carestía y el desabastecimiento que son sinónimos de economías socialistas.
Para ello, se argumentó, se contaría siempre con un flujo de petrodólares contante y creciente producto del ciclo alcista de los precios del crudo que no era que iba a terminar, sino que día a día se incrementaría hasta colocarse para finales del 2008 a 400 dólares el barril.
Fue el gran negocio, el negocio redondo, de los cubanos, que validos del “prestigio” que les procuró ser los autores intelectuales de proyectos medianamente exitosos como las Misiones y Mercal -pero sobre todo, de la seducción enfermiza y desequilibrada que ejerce Fidel Castro y su revolución sobre Chávez- pasaron a ser el centro de uno de los peores exabruptos de política económica que se hayan perpetrado en la historia de cualquier tiempo y lugar.
Y es que, si los cubanos no saben de algo, es de alimentos y comida, ya que, como lo subraya Raúl Castro cada vez que tiene oportunidad, la “revolución”, no solamente acabó con la agricultura cubana (el 80 por ciento de las tierras cultivables son en este momento “baldíos”), sino que, con una escasez crónica de divisas, tampoco podía importar y, muchos menos, tener cultura en el almacenamiento de alimentos.
Un país, en fin, que importa el 80 por ciento de la poca comida que consume, y que hace en este momento esfuerzos ímprobos (siempre según Raúl Castro) para revertir una tendencia que, de no corregirse, podría conducirlo a una hambruna generalizada y devastadora en cualquier momento del próximo año.
Que la libreta de racionamiento de comida en Cuba dure ya 50 años, y no de señales de aliviarse sino de recrudecerse, es una prueba de que, sometidos a una carestía inhumana, los cubanos y su gobierno no contaban con una gerencia que asumiera con éxitos las tareas que, audazmente, asumieron en Venezuela.
Pero no eran detalles que preocuparan al heredero venezolano de Fidel Castro, Chávez, quien, desconfiando de que otros funcionarios y entidades del gobierno “bolivariano” lo secundaran en tamaña aberración, acudió a su hombre de confianza, al que es prácticamente un funcionario del gobierno cubano infiltrado en el de Venezuela, al presidente de PDVSA, y ministro de Energía y Petróleo, Rafael Ramírez.
Y fue así como surgió PDVAL, una estructura de importación, distribución y almacenamiento de alimentos que se concibió como una extensión de la petrolera, que pasaría a ser algo así como una filial, a contar con sus petrodólares, instalaciones e infraestructura, y sobre todo, a ofrecer la garantía de que otros sectores del gobierno, y mucho menos de la oposición, se enteraran del gigantesco fraude que se llevaba a cabo con el cuento de la “seguridad alimentaria”.
De ahí que, no es improbable que algunos altos funcionarios sacados de mala manera del gobierno por Chávez en los últimos meses, se opusieran o protestaran por el exabrupto, y de que aun ministros, gobernadores, alcaldes y asambleistas fueran obligados a dejar pasar bajo penas de juicios y despedidos lo que día a día fue constituyéndose en “un secreto a voces”.
“Un secreto a voces” que se expresaba, básicamente, en la febril actividad de dos o tres empresas cubanas que, desde las instalaciones de PDVSA en Caracas o en La Habana, eran las que hacían contactos con gobiernos aliados o transnacionales del ramo de alimentos, negociaban precios y contratos y fijaban las condiciones de transporte y almacenamiento.
Desde luego que, muy en el estilo cubano, a través de gigantescas triangulaciones, creando empresas y vendedores ficticios o de maletín y manejando a su antojo precios, sobreprecios y comisiones que son inescapables en este tipo de negocios.
Y comprando lo que se les ofreciera, sin detenerse en detalles de vencimiento y calidad, que para eso la revolución chavista tenía prisa y las mafias urgencia de entrarle a saco al Tesoro Nacional.
Que para eso había petrodólares a granel, el manejo de ciento de miles de millones de dólares con cargo a la chequera de PDVSA, que el obsecuente y obediente Ramírez simplemente se limitaba a firmar con el respaldo de Chávez.
Una danza macabra donde entraron rusos, bielorrusos, iraníes, chinos, argentinos, brasileños, nicaragüenses, y ecuatorianos que sencillamente tenían algo que vender, aunque fuera carne de caballo, de avestruz o ballena, porque había un comprador enloquecido.
Danza que también explica la liquidación de la competencia de exportadores no controlables como terminaron siendo los productores colombianos, y de una red independiente, la de Fernández Berrueco, que aunque fue creada al abrigo y con el apoyo del gobierno, se negaba a recibir órdenes de Ramírez y de los cubanos.
Y de la razzia que se llevó a cabo contra las empresas privadas almacenadoras y de transporte de las aduanas, que se estatizaron de un plumazo y pasaron a manos de los cubanos y de militantes de la revolución con la misión se seguir guardando “el secreto a voces”.
Pero nada que hacer cuando se importa comida en cantidades incontrolables, sin planes ni cultura de almacenamiento, sin programas de colocación y distribución, y no para prever las necesidades de un país y cubrir la demanda a futuro, sino por exigencias de una ideología política que, de paso, permite el enriquecimiento de mafias de dentro y de fuera.
Y fue así cómo, los cientos de millones de toneladas de alimentos que se compraron sin licitación, control de calidad, y sin fijarse en las fechas de reposición y vencimiento, empezaron a pudrirse, se pudren día a día, y Venezuela es hoy un caso único en el mundo donde las masas de hambrientos y desnutridos son obligados a circular por vertederos donde se pierde la comida.
¿Cuándo gastó Venezuela en una operación tan costosa, irresponsable y sin precedentes en el mundo? No se sabe, porque el gobierno nunca lo dirá, pero fuentes independientes se inclinan a establecer que el total de pérdidas en compra, transporte y almacenamiento frustrado puede alcanzar los 20 mil millones de dólares.
Pérdidas que a futuro podrían exponenciarse, si tomamos en cuenta que lo que se llamó la “reserva alimentaria” ya no existe, no hay dólares para reponerla, no existe un aparato productivo estatal, y en cuanto al privado, es decisión de Chávez y Fidel Castro de estrangularlo hasta hacerlo desaparecer.
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