Mayo 30, 2010
El coraje de un civil y la lloriconería de un militar.
Había comenzado a escribir sobre el tema que anuncia el título de estas notas, cuando me llamó mi amigo Bayardo Ramírez Monagas para comunicarme su asombro por una ilustración de Tal Cual donde aparece ese tenientillo que allí se suele llamar con mucha razón “Chacumbele”, vistiendo el atuendo de Rómulo Betancourt (sobre todo sus anteojos y su inconfundible pipa) y se parafrasea una frase suya, al titular el editorial “Detengan primero y averigüen después”.
Bayardo me conoce suficientemente bien para saber de mi inquebrantable amistad de medio siglo con Teodoro Petkoff; así como de mi actual condición de presidente de la “Fundación Rómulo Betancourt”. Sin embargo, no es en función de ninguna de las dos cosas que la implícita pregunta me propone responder, sino como historiador.
Donde manda capitán…
Pero eso no significa que piense eludir las otras dos cosas. Conociéndolo como lo conozco, por mucho que se sepa, que Teodoro estaba desde hace varios días fuera de Venezuela, y no escribió ese editorial, de una forma u otra asumirá explícita o implícitamente su responsabilidad.
En cuanto a mi condición de presidente de la Fundación Betancourt, acepté serlo después de comprobar que lo anunciado en su inauguración por Virginia Betancourt (a saber que esa fundación no tenía por objeto la sacralización de Rómulo Betancourt sino contribuir al estudio de la historia contemporánea de Venezuela) era verdad y no un simple saludo a la bandera. Ese convencimiento provino de la abierta y sincera colaboración de los directivos y el personal de esa institución, quienes me abrieron sin ninguna reticencia los archivos de Betancourt, sabedores todos de cuán feroz había sido mi oposición a su gobierno (y de que por lo tanto, no se podía excluir que fuese a escribir alguna de mis viejas diatribas).
Conservo viejos desacuerdos
De hecho, de esa fundación que hoy presido forman parte muchos otros antiguos adversarios de Betancourt, quienes aún conservan severos desacuerdos con alguna acción política suya, como yo mismo considero hoy esa frase como uno de sus más gruesos errores. Y aquí entramos en el meollo del asunto. Esa frase fue empleada por la oposición (y por mí mismo), tratando de hacerlo aparecer como un “bebedor de sangre”.
Sin embargo, desde muy temprano, escribiendo en historien, me di cuenta de que tratar esa frase así no resistía la menor crítica. No voy hablar del análisis que hice en 2004, en mi libro Rómulo Betancourt, político de nación, cuando tanta agua había corrido bajo los puentes, sino en un ensayo escrito a finales de 1971 para una editorial argentina y publicado allá con el título Rómulo Betancourt, populismo y petróleo en Venezuela. Antes de citarla en entero, debo precisar que por los mismos días estaba escribiendo una serie de agrios artículos en contra suya, por haber acusado al MAS de estarle “calentando la oreja” a los militares: le devolvía la pelota hablando del 18 de octubre de 1945.
Escrito hace cuarenta años
En mi texto de 1971, refiriéndome a lo de “disparar primero, averiguar después” decía lo siguiente: “Esta frase ha sido consecuentemente negada por los partidarios de Betancourt. Así como deformada o defectuosamente interpretada por sus adversarios. Betancourt la pronunció en su discurso antes citado, después de la frase… “no son métodos democráticos enviar trescientos estudiantes a asaltar una unidad militar en La Guaira”(op. cit, p. 215), agregando que a quien se encontrase merodeando un cuartel, se debía ‘disparar primero y averiguar después’. Esta frase fue suprimida de la versión escrita del discurso. Vista dentro de su contexto, ella parecería perder mucho de su peligrosidad. Pero en un país con las tradiciones del venezolano en materia represiva, era un cheque en blanco para una policía a quien no le hacía precisamente falta”. Eso lo escribí, repito, hace cuarenta años, en medio de una áspera campaña polémica contra Rómulo Betancourt.
Dejemos las citas
Pero dejemos de estar “masajeándonos el ego” con esas citas tan largas, y vayamos a lo que la mención de ambos personajes nos plantea escribir sobre el tema inicial de este artículo. Hablemos en primer lugar de Betancourt. No de su honestidad personal, pues ni sus peores enemigos se han atrevido a dudar de ella, tan absolutamente evidente era. Nos referiremos a un principio político al cual fue fiel hasta el último aliento: su intención, su lucha, por despersonalizar el poder. Ella se expresó de dos maneras. Una era su renuncia a un poder que se le ofrecía en la mejores condiciones posibles: en 1945 prohibiéndose ser candidato en las elecciones siguientes; y en 1972 al rechazar una tercera presidencia que su partido le ofreció unánime.
Lo otro fue su coraje físico demostrado a raíz del atentado de Los Próceres. Sobreponiéndose a sus horribles quemaduras, Betancourt insistió en dirigirse al país para demostrarle que, así fuera casi agonizante, el capitán pensaba primero en salvar el barco de la democracia antes que su propio pellejo. ¿Se atreverá acaso el más incondicional “escarrazo” de sus aduladores a comparar esa actitud con la del hombre a quien lo único que preocupa es su reelección; y mucho menos con la del quejoso lloricón de la obsesión magnicida; al flatulento Héroe del Museo Militar, al arrepentido confesante del 11 de abril?
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