Si hay elecciones no es porque las quiere sino porque no las puede evitar.
A estas alturas nadie puede creer en los reclamos conciliatorios de Chávez. El gesto presuntamente amistoso con los gobernadores de oposición, durante la reunión del Consejo Federal de Gobierno, no fue otra cosa sino una pequeña farsa para conquistarse la voluntad de quienes rechazan su intolerancia y sectarismo.
¿Se puede creer César Pérez Vivas, por ejemplo, que los intentos por defenestrarlo de su cargo como gobernador del Táchira van a cesar luego de sus intercambio de sonrisas con el Presidente? Nada, seguirán dinamitándolo y acosándolo de todas las maneras. Y no estamos cuestionando la actitud de Pérez Vivas, Pablo Pérez, Morell o Henrique Capriles, cuya condición de demócratas se corresponde con la posibilidad y hasta la necesidad de comunicarse y de convivir con el adversario, máxime cuando se trata del Presidente. No hacerlo sería caer en la trampa chavista de la exclusión y la negación del enemigo, una característica básica del totalitarismo.
Así que obraron cómo debían y quien quedó mal fue Chávez porque ese esfuerzo por transmitir un actitud abierta y constructiva, algo que en cualquier país forma parte de la rutina democrática y aquí constituye un hecho extraordinario, lo lanzó por la borda al negarle la entrada a palacio al alcalde Antonio Ledezma. Que la hayan justificando advirtiendo que la ley lo excluye del Consejo resulta un argumento cómico en la boca de Elías Jaua, campeón nacional de la arbitrariedad, la ilegalidad y la sustracción de la propiedad privada. Quedó perfectamente claro, entonces, que el Consejo Federal de Gobierno, instrumento para profundizar el proceso de descentralización y concertar las políticas de desarrollo entre las regiones y el Ejecutivo, no servirá a otros fines que no sean los de consolidar el poder central y asegurarle a Chávez que todo esté atado y bien atado.
Puede resultar un lugar común advertirlo una vez más, pero no se puede obviar que el proceso de concentración de poder no se detiene y hace tiempo fue superada la etapa de “avanzar dos pasos y retroceder uno”. Aquí estamos ante una carrera a marchas forzadas, pero que también es una fuga hacia delante porque el avance corre parejo con un descenso apreciable del apoyo popular al todopoderoso. De manera que la fuente de poder de todo gobernante demócrata se está secando, aunque su obsesión por el mando absoluto no deja de crecer y esa señal de alarma nos indica como la coyuntura electoral debe ser aprovechada al máximo porque quizás sea la última que se puede ganar. El totalitarismo incipiente está dejando de serlo, al enemigo hay que liquidarlo definitivamente y si hay elecciones no es porque las quiere (sabe que las está perdiendo) sino porque no las puede evitar.
rgiusti@eluniversal.com
El Universal
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