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miércoles, 19 de mayo de 2010

Tulio Hernández - El tren sin andenes


Son dos ortodoxias

La del Estado y la del mercado. La primera cultivada por quienes han creído o creen con fe ciega que sólo desde el aparato estatal se pueden generar sociedades justas y equitativas ha sido más que reprobada por la historia. Los modelos socialistas de planificación centralizada que se movieron y lo estatizaron todo, hasta la sonrisa, terminaron generando inmensa pobreza e infelicidad para sus habitantes, y aparatos represivos cuyo horror se hace cada vez más público y evidente. Salvo Cuba, la recogidita del Caribe, ninguno de esos modelos del siglo XX logró sobrevivir. Y no por casualidad uno de ellos, el chino, es hoy la mejor expresión del capitalismo salvaje y de la voracidad del máximo lucro individual.

La segunda, la de quienes con la misma pasión creyeron que sólo reduciendo al máximo la intervención del Estado y liberando a su antojo las fuerzas benefactoras del mercado se podrían crear sociedades productivas, ricas y generadoras de bienestar para todos, ha corrido en menos tiempo la misma suerte. Intentaron privatizarlo todo, hasta el agua y el aire, y ahora el capitalismo mundial recoge los vidrios rotos de una euforia la neoliberal que permitió, entre otras cosas, que el capital financiero especulativo operara sin límites ni controles y produjera una de las más graves crisis internacionales que las sociedades de mercado hayan experimentado alguna vez.

En Europa y Estados Unidos los pensadores agudos, con sensibilidad social, no poseídos por ninguno de los dos estados de fe, vienen de regreso. Vale la pena recordar la radiografía con la que Joseph Stiglitz, ex jefe del Banco Mundial y jefe de la política económica de Clinton, ha hecho una cruda disección de los equívocos criminales que ha significado la preeminencia de la lógica de la máxima ganancia sobre cualquier otra lógica social.

Y, recientemente, Antonio Muñoz Molina, en un artículo titulado "La revolución socialdemócrata y la fuerza de lo público" (El País, Babelia, 03/04/2010) reseña un libro del historiador inglés Tony Judt, Ill fares the land se llama, en el que cuestiona radicalmente el desprestigio de lo público a favor de lo privado que comenzó desde los tiempos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. A contracorriente, Judt ofrece cifras contundentes: "En 2005, la diferencia de ingresos entre un empleado medio de Wal-Mart y su máximo directivo estaba en una escala de 1 a 900. Y la familia propietaria de WalMart posee una fortuna calculada en 90.000 millones de dólares, que equivale a los ingresos conjuntos del 40% más pobre de la población americana: 120 millones de personas". Hay mucho qué ajustar.

La diferencia de fondo, y es lo que explica por qué el capitalismo, de una parte, y las democracias, de la otra, siguen darwinianamente hablando con una buena salud, es que pueden revisarse a sí mismas e introducir reformas.

En cambio, los modelos estatistas autoritarios no pueden hacerlo. ¿Por qué? Porque, como las religiones cosa que está bien para las religiones pero no para la política parten de un cuerpo de certezas cerrado, de un libro de fe revelada, que ya está acabado, construido, terminado. De un guión que tiene su final establecido.

El Estado es bueno. El mercado es malo. Lo colectivo es lo justo. Lo individual, el pecado. La centralidad del poder, buena. La descentralización, mala. Uniformarse todos, gobernantes y gobernados, de un solo color, bueno. Vestirse como me dé la gana este día porque estoy contento o porque ando melancólico, malo.

Por eso, el proyecto bolivariano, uno de los pocos que en el presente sigue ilusionado con la ortodoxia del Estado, no tiene regreso. Se parece aEl tren del infierno, aquella película del director ruso Andrei Konchalovsky en la que Manny, un preso temible, ha huido de una cárcel de alta seguridad. Ha ido a dar a un tren de mercancías, pero el maquinista muere de un infarto y el tren, sin frenos, comienza a desplazarse a cada vez más velocidad sin que nadie lo pueda detener. Es un tren sin frenos. Ni estaciones. Un tren sin andenes. Como todo modelo estatista. Especialmente si es de culto a la personalidad y el maquinista muerto ha sido sustituido por un maquinista nuevo poseído por una idea única, fija y obsesiva que queda allá delante pero nadie sabe dónde.

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