Martes, 22 de junio de 2010
¿Es viable un modelo de país bajo una conducción absolutamente centralizada, sin contrapesos institucionales, sin autonomía real de los poderes, sin inversión, con un rentismo exacerbado y con la clara intención de reproducir en el campo de la economía, de la política, de la cultura y de las relaciones sociales los esquemas que hicieron agua con la caída del Muro de Berlín, y que a duras penas sobreviven en sociedades como la cubana? De la respuesta de esta pregunta dependen muchas cosas en la Venezuela de hoy. Por el camino que vamos estamos cada vez más cerca de hacer naufragar el sueño de una sociedad realmente equidistante del capitalismo extremo, individualista y discriminador, y de las frustrantes experiencias del socialismo real La constitución de 1999 crea las bases para dotarnos de un modelo social incluyente, diverso en lo cultural, en lo étnico y en lo económico. Mantiene el espacio a la propiedad privada y fomenta otras formas de propiedad. Consolida derechos humanos esenciales como la vida, la información, la libertad de expresión, la libre organización sindical y la protesta. Pero percibimos, con dolor y preocupación, que cada vez nuestro país se aleja de ese modelo, y marcha hacia un esquema en el cual se imponga el pensamiento único, en el partido de gobierno, en las organizaciones sociales, en el ámbito económico, en las instituciones fundamentales del Estado. El sectarismo, el autoritarismo, el revanchismo y el ultra centralismo nos conducen a tener una sociedad limitada, dividida y castrada. Con una parte de sus integrantes acorralados, y marginados. Marchamos, quién lo diría, en ruta al “apartheid” rojo rojito.
Esta nueva forma de exclusión, tan condenable como la que han padecido los sectores menos favorecidos, atenta contra las posibilidades de crecimiento y desarrollo del país, contra el espíritu que movió a los integrantes de la Asamblea Nacional Constituyente cuando redactamos una carta magna pensando en que jamás volveríamos a vivir en una sociedad con tanta desigualdad y desequilibrios . El gobierno tiene un discurso que estigmatiza al sector privado, pero al a vez sataniza a los trabajadores que no se calan ni aceptan al sindicalismo oficial, domesticado y obsecuente, y que supera con creces las debilidades y desviaciones de la CTV. Los trabajadores de la Polar defienden su fuente de trabajo, como lo hizo Lula Da Silva cuando fue obrero en Sao Paulo. Y son cuestionados por eso. ¿Acaso la prueba de la condición revolucionaria es aceptar perrunamente los abusos y atropellos del patrono Estado y convenir en la desmejora del salario y el aniquilamiento de las fuentes de empleos distintas a la administración pública? Por eso es pertinente el señalamiento de Henri Falcón cuando apunta que el gobierno perdió el rumbo y prefirió tomar el peor, que implica reproducir en el ámbito social, empresarial, laboral e incluso educativo el esquema de ordeno y mando, de una sola e indiscutible voz, la del líder omnipresente y omnipotente. Por eso es cada vez más motivante y esclarecedora la palabra de Orlando Chirinos, de José Bodas y de otros líderes sindicales que se resisten a entrar por el aro de la incondicionalidad y de la traición a su propia historia, de compromiso con sus compañeros, con la defensa de la autonomía sindical, de las fuentes de trabajo y de la calidad del empleo.
Venezuela vuelve a vivir tiempo de definiciones. Las elecciones del próximo 26 de septiembre son un paso clave en la dirección de dotar a los ciudadanos una Asamblea Nacional que se dé su puesto, que vele realmente por el apego del Ejecutivo a los mandatos constitucionales. Y que ayude a rescatar el sueño plasmado en la carta magna.
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