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jueves, 20 de mayo de 2010

Gustavo y los nuestros

Miércoles, mayo 19, 2010


Sí, lo confieso, a mí el Fuerza Natural, el último disco de Cerati, nunca me gustó. Me pareció un disco regulero, una cosa campestre con nostalgia de viejo roquero al que ya le pesa colgarse la guitarra y le aturden los amplificadores; el disco de un músico al que le va creciendo la panza, se le va poniendo la cabeza cana y comienza a mirar más hacia atrás que hacia el frente, como una pequeña traición que sólo a él se la podíamos permitir, porque hacia el frente era el lugar donde siempre nos acostumbró que miraba él. Hacia allí nos llevaba para que lo lleváramos.

Compramos el boleto para el concierto del sábado, ése que sería en el campo de fútbol de la Simón Bolívar, sin muchas expectativas, casi como un ritual; porque si viene Cerati uno tiene que verlo. Es como un familiar que vive afuera y que viene cada cuanto y entonces tácitamente se organiza una reunioncita para verlo. Para vernos. Tenemos 20 años recibiendo a Gustavo. Hemos envejecido con él, nos ha crecido la panza con él, se lo hemos puesto a sonar a nuestras madres, hermanos, amigos, enemigos, novias, hijos, exmujeres, perros, tortugas. Porque el peor disco de Cerati es mejor, con distancia, que el mejor disco del 95% de las bandas que suenan por allí. Así que había que ir, aunque fuera para decir: ya este pana no es el mismo. Está viejo. Estamos viejos todos.

Pero Cerati se ha lanzado el concierto de su vida. Se mandó un camión de música, el mejor as que tenía escondido bajo la manga, una cosa impecable, memorable, masiva y maciza, y además en dos entregas: la etapa negra y la blanca. La negra estuvo potente, pero la blanca no tuvo nombre. En la blanca fue cuando se me ocurrió comentarle a Claire y a mis amigos: “Siento que se está despidiendo de nosotros; esto me huele a última vez”. Y me miraron con cara de “pero qué cosas dices, cállate, no seas pavoso y déjanos disfrutar el concierto”. No sé, será porque yo no me sé despedir y por eso he desarrollado un olfato especial para percibir cuándo los otros sí. Se despiden aunque no estén conscientes de ello, aunque no lo sepan.

Gustavo siempre nos ha dejado un comentario para la posteridad, una perla con matiz porteño (a medio camino entre la afectación, la poesía y el chiste), siempre ha abierto la boca en sus conciertos para dejar una frase memorable sembrada en el imaginario colectivo de los presentes: “El poliedro esta noche… parece… parece un paralelepípedo”. O, una vez, señalando a un muñeco inflable de esos que dice cosas como Duracell y mueve la cabeza y las extremidades gracias a un tubo que les dispara aire caliente por dentro, comentó: “¡Qué bien, mira cómo baila el flaco!”. O cuando vino un diciembre hace poco, a razón de la vuelta de Soda Stereo, y comentó: “Es primera vez que venimos a Caracas y hace fresco… es como el calentamiento global… pero al revés”.

Cerati esa noche del sábado pasado sonó como nunca, habló como nunca, bebía de su trago infinito y brindaba: “Salud, por un mundo destruido”. Estuvo simpático y ocurrente. Un bicho de esos nocturnos que vuela hacia la luz se le incrustó en su afro a mitad de una canción: “Se me metió una langosta en la cabeza, bueno al menos ya hay algo allí dentro”. Y al ver que el concierto pasaba de dos horas y nadie se iba: “Es noche de sábado, ¿acaso no tienen nada mejor qué hacer?”.

No, Gustavo, la verdad no había nada mejor qué hacer. Son pocas las oportunidades en la vida en que uno dice me quedaría en este instante un ratísimo más. Y si vives en esta Caracas de hoy, pues menos aún. Además te habías traído a esa corista, Gustavo, Dios mío, gracias por la corista.

Al día siguiente ya la noticia estaba por todas partes, Cerati había sufrido un ACV, tenía parte de la cara paralizada, problemas para hablar, esa misma noche lo habían llevado a la clínica, estaría de reposo y en estado delicado por unos días.

Y es inevitable sentir, al menos para mí, que está hospitalizado uno de los nuestros. Que ese tipo es un amigo que ha ido a la playa con uno, que se ha calado tus despechos, que te ha acompañado en las borracheras, en las euforias, que con él estuviste en el colegio y en la universidad y que cuando comprobaste que a ella le gustaba más Cerati que Luis Miguel dijiste: coño, entonces sí que vamos en serio con esta flaca. Es inevitable pensar que creciste escuchando a Cerati, citando a Cerati, que hay tantos Ceratis como varios tú ha habido en tu vida. Recuerdas quién eras cuando el Signos, recuerdas con quién estabas en Canción Animal, recuerdas aquel día que te pasó aquello, qué fuerte, cuando sonaba el Dynamo. Cerati estuvo contigo en el verano, en el invierno, en el banquito aquel durante el otoño, pero también en la Gran Sabana, en Mérida, en Barcelona, en la cola aquella del día que casi mueres tapiado en la autopista. Hay amigos que se te fueron pero que siempre están cuando suena el Amor Amarillo, siempre vuelven a estar y siempre aparecen y siempre les dices: “coño, qué risa, qué bueno estuvo, algún día volveremos a escucharlo juntos, donde sea”. Cerati es parte del soundtrack, es parte del escenario, es parte del guión, es un actor de reparto que siempre ha estado allí en un costado del encuadre y que, a veces, más de una vez, ha sido también protagonista. Menos mal.

Ese narizón, lo diré con absoluto desparpajo y con toda desvergüenza, se me antoja mejor poeta que mucho poeta oficial con P mayúscula que uno debería leerse según dicta el canon. Ese flaco es mejor narrador que la gran mayoría de escritores que uno encuentra en una librería de Caracas (sobre todo los foráneos). Ese narizón hace cómics con su música. Hace cine con su música. Pinta cuadros con su música. A quien le gusta Cerati sabe exactamente a qué me refiero.

En un mundo superpoblado de Davides Bisbales, de Ricardos Montaneres, de Olgas Tañones y de reguetoneros de toda calaña (ojo: no hay por qué hacer reguetón para ser reguetonero) Gustavo es un oasis, un bálsamo, la luz noble al final del túnel. Es, en la música, el portador de ese placer indescriptible que uno tiene cuando lee a Bioy Casares o a Cortázar y dices: pana, qué grandes que son estos tipos y en tu propio idioma. Gustavo es, por fin, uno de los nuestros. Y vaya que quedan poquísimos.

Así que nos haces el favor, Gustavo, te recuperas del todo, abandonas esa cama y agarras tu guitarra y vas a hacer un disco aún peor que el Fuerza Natural. Porque la verdad es que prefiero mil veces hablar sobre cómo la has cagado y sobre lo viejo que estás (que estamos todos) y que ojalá el bajón sea pasajero para que el próximo disco vuelvas a ser sublime (porque siempre habrá otro disco y siempre tienes que venir para volverte a ver como todos los años), lo prefiero mil millones antes que sentir esta profunda tristeza de tan solo pensar que de verdad te estabas despidiendo en el mejor concierto que este país haya visto jamás. Lo sentimos pero no te aceptamos el adiós, Gustavo. No te irás, te quedas aquí.

http://joseurriola.blogspot.com/2010/05/gustavo-y-los-nuestros.html

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